lunes

¿Qué es el amor...?


 

Pedro era mi amigo de la infancia,  y ahora, frente a mí, me relataba algo que nunca hubiera soñado vivir. Estábamos en el bar del barrio, él pidió un café y me dijo:

-Te voy a contar algo que no me deja vivir en paz, el día siguiente a la muerte de mi esposa. Habíamos llegado del cementerio y ya se habían ido todos, quedábamos mi hermana y yo, en esos momentos yo era un pobre tipo, un hombre sin fuerzas y sin poder llorar. Ana fue el amor de mi vida, la única, a la que amé con sincero corazón.

Mi hermana se fue a descansar y yo quedé en la cocina, sentado y mirando el techo, como si pudiera encontrar en él, la razón de tanto dolor. Sonó el llamador de la puerta de calle, al abrir me encontré con un hombre desconocido, alto, casi calvo y de unos cuarenta años, le pregunté que deseaba y me respondió: soy Anselmo el amante de Ana. No respondí, quedé como un tonto mirándolo. Necesito hablar con usted, me dijo, ella me pidió que lo hiciera cuando sabía que su final estaba cerca. Usted está loco, fue lo único que pude expresar, unas ganas de tomarlo por el cuello y matarlo me surgió de repente. ¿Quién era este fulano que se animaba a ofender la memoria de mi Ana, adjudicándose el papel de amante…? Debió darse cuenta de mi furia y que estaba a punto de trompearlo cuando del bolsillo interior de su abrigo, saco un sobre y me lo entregó, eran fotos de ellos dos, Ana y ese repulsivo personaje, en diferentes lugares de la ciudad, en algunas abrazados, tomados del hombro y en otras que no pude casi mirar; se besaban. Me hice a un lado y le permití entrar, pasamos a la cocina, nos sentamos frente a frente, yo lo miraba con infinita rabia, sin embargo, él lo hacía con una paz que me hizo envidiarlo. ¿Cómo había podido Ana, engañarme con un ser tan simplón, casi soso?

Comenzó a contarme que se habían conocido en un café, un día de lluvia torrencial, conversaron, él la había invitado a llevarla en su coche hasta la estación de Urquiza y ella aceptó, cambiaron números telefónicos y así, sin darse cuenta, fueron conversando telefónicamente, luego comenzaron a salir y se enamoraron.

Sentí asco, furia, pero el tipo, hablaba de Ana con tanto amor, que me sorprendió, en un momento se largó a llorar, al decirme que Ana nos amaba a los dos y eso la hacía sentirse culpable, comprendí que el dolor de Anselmo y el mío eran parecidos, dos hombres sufriendo por la muerte de su amor. Yo estaba mudo, no encontraba palabras, Anselmo comprendió y sin decir nada más, ya lo había dicho todo, se fue.

¿Y Ana, quién fue Ana, una mujer enamorada de dos hombres que cruzaron por su vida, se puede amar así? ¿Qué fue de aquella Ana a la que conocí romántica y soñadora y a la que le fui siempre fiel?

 

Pobre Pedro… ¿Qué podía responderle? No tenía palabras que ayudaran a calman su pena, y su bronca, porque eso era lo que noté, Pedro estaba dolido y a la vez furioso.

-Amigo -le dije- la vida nos pone en laberintos o encrucijadas de las que no podemos salir, eso le debe haber sucedido a tu mujer, ella ya no está, no la juzguemos, trata de salir adelante y aunque no te va a resultar fácil, perdónala, al menos para tu tranquilidad.

Pedro dejó el café sin tocar, se levantó y con una sonrisa desvanecida en los labios, me saludó con un gesto de su mano bailando en el aire y se fue.

Quedé sola conjeturando mil ideas que no llevaban a ningún lado, aquella confidencia me había dejado tristeza y cansancio.



domingo

Señora Benet.


 

 Te vi aparecer rodeada de una bruma de años y nostalgia, caminabas lentamente; en la puerta, te detuviste insegura, y yo que te conozco, intuí qué te estaba sucediendo: tenías miedo.

Los ciclos de la vida se renuevan, pero no vienen acompañados por el olvido; por el contrario, ayudan a las culpas a crecer y las transforman en una mochila insostenible.

Te acompañaba un joven, un empleado de la inmobiliaria López, quien recorrió la cocina y dijo:

 —Hay muchos detalles que corregir señora Benet, si los dejamos tendremos que bajar el precio.

Mientras abría y cerraba las canillas del baño, volvió a preguntar:

 —¿Cuántos años hace que la casa está deshabitada señora Benet?

 —Seis años.

Tu voz fue un susurro, te faltaba el aire; tal vez, eran los fantasmas del pasado que aun sin manos intentaban ahogarte.

 —Se nota el abandono, Señora Benet.

 El empleado siguió observando, subió a la planta alta y recorrió las habitaciones. Minutos después regresó.

 —La ventana de un dormitorio tiene las persianas rotas, el baño de arriba pierde agua y se levantó el piso de cerámica, señora Benet.

 Me fastidiaba oírlo nombrarte por tu apellido, intentando darle a la pronunciación un dejo francés que no quedaba bien, vos seguías de pie al lado de la escalera, aferrada a la baranda. Tu cara ojerosa asemejaba un jazmín amarillento después de la lluvia, triste y cabizbajo.

 — Voy a hacer un balance de los detalles y le daré la tasación mañana por la tarde.

El empleado de la inmobiliaria ofreció llevarte hasta tu casa, le dijiste que no. Él no comprendió que no lograbas mover los pies, que estabas atrapada y clavada al piso con clavos de odio, de mi odio, Camila Benet. Estrechó tu mano y se fue, alto, rígido, con una frialdad que me estremeció. Tus ojos me recorrieron.

Habías tenido miedo de subir los escalones, de volver a revivir aquellos años donde armabas tus mentiras. Los años no borran las culpas, los que lo hacen son los jueces cuando se los compra y vos de eso sabes mucho. Te maldigo señora Benet, me robaste la alegría, hoy soy una casa triste, ya no hay música, ni cortinas bailando con el viento, sólo me acompaña el silente paso de los años. Ya no hay risas, el único que reía ya no está. ¿Por qué señora Benet, por qué?

 

 

 Cuento reeditado.

 

 

 

 

sábado

Tarde o temprano, iba a suceder.


 

Federico salió de su casa sin desayunar y con los minutos justos, llegó a la estación de Suárez, el tren ya estaba ahí. Subió a los empujones. 

Bajó en Retiro con la ropa arrugada, la camisa fuera del pantalón y el pelo cayendo sobre la cara como un plumero barato.

En la oficina, Dolores lo esperaba con cara de furia, los brazos en jara y su voz ronca.

—Como siempre, quince minutos tarde —le dijo.

—Perdí un tren.

Colgó la mochila y sentó en su cuchitril, ella siguió de pie y rezongando en voz alta.

Llegó Molinari, Dolores le preguntó:

—¿Qué te pasó que llegaste tarde?

Lo miraba con ojos tiernos. Él se sentó sin responder. Ella se inclinó en el escritorio y le susurró algo por lo bajo, él sonrió comprador. Siguieron conversando, Federico se moría de ganas por saber de qué hablaban. Ella había pasado los cuarenta hacía rato y Molinari había cumplido veintidós unas semanas atrás y la relación demostraba que iba más allá de un amable trato laboral.

 

El día fue largo. Apuros, legajos sin terminar y Dolores gritando por cualquier cosa a todos, menos a uno.

A las seis, Federico apagó la computadora y se levantó para salir. La jefa lo llamó.

—Federico faltan los legajos de la empresa de Miranda y Martí y el de Moreno Funes.

—Me los entregaron a las cinco de la tarde, imposible completarlos.

—No me interesa. Mañana a primera hora los quiero en mi escritorio.

—¿Me tengo que quedar?

—Usted sabrá que debe hacer.

Se quedó.

 

Terminados los legajos, los dejó en el escritorio de la jefatura, y salió. En el ascensor se encontró con un compañero de rentas.

—¿Querés que te alcance a tu casa? —le preguntó.

Respondió que sí, ya era tarde.

Bajaron al estacionamiento. Estaba oscuro. El sollozo de una mujer los detuvo. El sonido de lo que pareció un golpe y un grito, les puso la piel de gallina. Quiso intervenir, pero su compañero le hizo señas que podían estar armados.

 La voz de un hombre se elevó insultando, la mujer rogaba que no la dejara. Era una pelea de pareja. La voz masculina les pareció conocida. La de ella, no, era demasiado histérica. Un coche entró al estacionamiento, las luces los iluminaron y vieron asombrados a Dolores y a Molinari que seguían discutiendo. El coche dobló y todo quedó a oscuras.

—No me dejes acá, por favor -la voz de Dolores era un lamento.

—Ándate al diablo —respondió él—. Pedí un Uber.

Él subió a su moto y salió a toda velocidad. Ella pidió el Uber.

Habían visto a Dolores.  siempre fuerte, agresiva y ahora contemplarla tan frágil ante un tipo que la basureaba; parecía imposible.

Al otro día ella no vino a trabajar.

Avisaron que la internaron con un cuadro de intoxicación con pastillas. Había intentado matarse, pero ya estaba fuera de peligro.

Federico pensaba en el mal trato que Dolores prodigaba a todos e intentaba armar el rompecabezas de sus acciones y le fue imposible entenderla, seguramente ni ella se entendía. Cuando a la semana Molinari fue despedido, allí se dio cuenta que Dolores estaba reaccionando.

 



domingo

Una pulsera sin importancia.


La mujer subió al taxi, se notaba muy nerviosa, no dijo una palabra, solo le extendió un papel con una dirección. Raúl pudo ver en su muñeca una pulsera muy fina. Durante el viaje la pasajera no habló, él la observaba por el espejito, ella miraba la calle con ojos inquietos, parecía alterada.

Llegaron a la dirección convenida, ella pagó el viaje, bajó y entró apurada en un edificio.

Al llegar a la agencia y mientras esperaba su turno, algo llamó su atención en el asiento de atrás, una pulsera, la reconoció, era la que llevaba la última pasajera. La agarró, la hizo girar en su mano y le pareció de oro, él no era un entendido, pero estaba seguro que no era una fantasía.

Pensó: ¿y si la vendiera? Terminaría de pagar el departamento y podría comprar  una bicicleta a Juancito. Pero, era arriesgado, si la mujer hacía la denuncia y reclamaba en la agencia, es seguro que lo dejaban en la calle y adiós departamento y chau bicicleta. Mañana se acercaría a la casa y la entregaría a su dueña.

Antes del mediodía llegó a la dirección, tocó el timbre. En pocos minutos la mujer abrió, lo miró sorprendida y dijo:

-No he pedido taxi…

-Señora, ayer la llevé en un viaje y luego encontré su pulsera en el asiento de atrás…

Ella lo miró sorprendida y dijo:

-Que amable, no hacía falta es una baratija…sin importancia.

-Me pareció importante, pensé que era de valor.

Se notaba en ella los mismos gestos del día anterior cuando subió a su taxi, inquieta, nerviosa, lo miró de arriba abajo y con un gesto despectivo, exclamó:

-No vale nada, ya que le gustó, guárdela, tal vez pueda regalarla a una amiga y quedar bien, Gracias.

Y sin agregar palabra, de un golpe, cerró la puerta.

Raúl quedó como una estaca, parado y sin entender los modos de la mujer, ni su gesto grosero.

Subió a su coche y observó la pulsera, nuevamente dudo, de que fuera una fantasía, mejor era sacarse la duda.

En la calle Libertad son varios los negocios que compran joyas, entró en uno, luego en otro y cada vez se sentía más mareado.

El valor de la pulsera era increíble, no se había equivocado, al fin la vendió al que mejor valuación le dio. Con el dinero en efectivo, fue directo al banco, hizo el depósito y recién ahí respiro tranquilo.

Pagaría el departamento y con suerte compraría la bici a Juancito.

Pero, que le había pasado a esa mujer. ¿Por qué dijo que era una baratija? ¿Por qué lo trato tan mal?

Vaya uno a saber, se dijo por lo bajo, hay cada loco suelto…

Pensando y maquinando miles de respuestas, subió a su taxi, lo estaban reclamando de la agencia, un pasajero apurado lo esperaba..

 



 

 

Cambia, todo cambia.


 


Esa mañana se había despertado más temprano que nunca en un sábado. La emoción de volver a estar junto a ella lo embargaba de emoción.

Veinte años desde aquel día en que habían discutido por una tontería, ya ni recordaba el motivo, dejaron de verse y sin embargo al encontrarla y volver a verla, en su corazón escuchó el mismo golpeteo de aquellos años. La llamó:

-Ana…

Ella se volvió y se quedaron como dos tontos mirándose, estaban solos en la calle, o creían estarlo, el mundo se había detenido, los pájaros desde un jacaranda, los observaban curiosos, comenzaron las preguntas, de pronto, la realidad los despertó, una humanidad apurada, corriendo a su trabajo, a sus compras, los empujaban, fue ella la que dijo:

-¿El sábado, en la confitería de siempre a las 18 Hs?

Él asintió con la cabeza, no le salían las palabras, la vio alejarse junto con el mundo apurado que poblaba la mañana.

Llegó temprano, la mesa que siempre elegían estaba desocupada, pensó que era un buen augurio. Ella llegó unos minutos tarde, no había cambiado. Comenzaron a hablar, mejor dicho, ella desgranaba su vida, estaba hermosa, elegante, pero no era la misma, no pudo comprender qué sucedía, a medida que ella hablaba, él sentía una puntada en el pecho, ya no era el golpeteo de la emoción, era una angustia de entender que aquella Ana y está era diferentes.

Durante el tiempo que estuvieron juntos, solo ella habló, su único tema fue su divorcio, el dinero que consiguió con la separación, las casas a su nombre, sus autos…en ningún momento le preguntó por su vida.

Él la escuchaba, tratando de descubrir en ella a la mujer que había amado, y que no estaba allí.

Se despidieron, ella intentó un nuevo encuentro, pero él, nada dijo.

Mientras se alejaba, no pudo evitar las lágrimas, la angustia le cerraba la garganta, se detuvo en una vidriera y se vio reflejado, ella también se habría desilusionado, su pelo gris, sus kilos de más, le decían que los años no habían pasado en vano, él, perdió su elegancia, sólo guardaba intacta su ternura, sus sueños, su manera de ver la vida.

 

 



lunes

El Ladrón.


 

 

 

Digámoslo así: las mujeres que hablan, piensan y actúan como usted son raras.

-¡OH! –Dijo ella seriamente- no espere que las muchachas hablen como yo. Eso viene más tarde. Son demasiado jóvenes, ante todo. Y luego el hombre común echa a correr cuando descubre rudimentos de cerebro en una dama.

                                                          Ray Bradbury    “El vino del estío”

 

 

El silencio era rey en la oscuridad del viejo comedor. Los muebles, simulaban rígidas figuras reunidas alrededor de la mesa.  Apenas un rayo de luna se filtraba por los postigos cerrados, los cristales abiertos daban paso a la brisa que elevaba las cortinas y el ambiente parecía habitado de un toque fantasmal. La puerta se abrió suavemente y una nube oscura se deslizó al interior. Recorrió el cuarto hurgo en los cajones, en el último se detuvo, sacó un cofre, lo abrió: perlas y cristales destellaron bajo el hilo de luz que entraba curioso. Guardó todo en una bolsa, siguió su búsqueda.  

Se encendió una lámpara.

Se incorporo sorprendido.

Desde un sillón, una anciana lo miraba. La amenazó con una navaja, la movió en círculos para despertar miedo, no lo consiguió, ella lo miraba impertérrita.

    —¿Dónde hay dinero? –preguntó

    —Allí en la cocina, dentro del tarro de las galletas. El hombre guardó la navaja.

Regresó con un puñado de billetes.

    —¿Sólo esto?

    —¿Qué pretendes de una jubilada?

La tranquilidad de la anciana lo irritaba.

    —¿Por qué me mira así?

    —Me sorprende que me hayas elegido para robar, ¿qué puedes encontrar en mi casa? sólo cosas viejas. ¿Por qué no vas a robar a los ricos? —preguntó.

    — Gracias por el consejo. Los ricos tienen casas vigiladas y alarmas, no estoy preparado para eso. Soy un simple ratero—. Ella lo miraba pacíficamente.

   —Tengo frío, alcánzame esa manta —dijo la mujer señalando una silla. Él le alcanzó una frazada. Observó el ambiente, no guardaba nada de importancia.

   —Usted cobra una pensión de Italia —al decirlo la miró fijo a los ojos— le pagan en euros o dólares. ¿Dónde los guarda? 

   La situación lo había puesto nervioso, transpiraba, su frente estaba húmeda.

   —Te pasaron mal el dato —la anciana disfrutaba con la conversación, sonreía— la pensión de Italia la cobran mis hijas, dicen que esa plata en mi casa es un peligro, que yo soy vieja para manejar tanto dinero, así que ellas se hacen cargo.

    —Ja…! ¡Lindas sus hijas, tan ladronas como yo!  ¿Por qué no le cambian la alfombra o la cortina que se ven tan viejas?

   —Ocúpate de tus cosas y vos ¿Por qué no trabajas?

   — ¿Qué le importa? ustedes los viejos se creen sabios ¿verdad?

   —No, no lo somos, es una máscara que usamos para disimular lo indefensos que somos.

   — ¿Una máscara cómo en el teatro?

   —Claro. ¿Acaso la vida no es una actuación? –se quedó mirándolo con una sonrisa.

El hombre comenzó a dar vueltas sin dejar de mirarla.

   —Me hubiera gustado conocerla de joven. –el ladrón se sentó en una silla frente a ella.

   — ¿Por qué?

   — Porque es inteligente y si a eso le agregamos juventud, debe haber sido maravillosa.

   —A los veinte años no tenía la sabiduría de hoy. Los años, las equivocaciones, enseñan a vivir— la vieja lo miraba sin miedo.

   —Debe haber sido muy linda.

   —¿Qué sabes de mi?  Hoy no quedan rastros de la que fui, en realidad soy una vaca que se tragó a una princesa, ella sigue en mí, pero mi exterior es la vaca.

   —Ja…!  Usted tiene humor, dígame qué hay de importante en su casa, para llevarme.

   —Lo que ves, desde que murió mi esposo no cambie nada y de eso hace muchos años.

   —¿Cuánto hace que murió?

   —No sé, perdí la cuenta —la vio ponerse triste— con él se fueron mis ganas de vivir.

   —Esa lámpara es de bronce —dijo señalándola— parece de calidad, me la llevo.

Abrió la puerta de calle, iba a salir con la lámpara y se volvió.

   —No la quiero robar…  necesito dinero ¿comprende?

   —Ya te dije, el dinero se gana trabajando.

Él se volvió y cerró la puerta.

   —¿Trabajando en qué? Un tipo como yo, mal vestido, con la piel oscura y mis rasgos, es mal visto en todos lados. Si me contratan me pagan menos que ha otros, ya pasé por todo eso —mientras hablaba regresó la lámpara a su lugar.

   —Llévate las joyas, es lo único de valor que tengo.

   —¿Qué le va a decir a sus hijas?

   —No te preocupes, no se van a dar cuenta hasta que me muera.

Él se detuvo frente a ella, inclinó la cabeza para mirarla mejor.

   —¿No la visitan? ¿Quién se ocupa de usted?

   —Yo misma, y mi vecina que es tan vieja como yo, pero camina mejor.

   —Cuando sus hijas se den cuenta, de que faltan las joyas ni usted ni yo vamos a estar aquí –dijo sonriendo.

   —Desde ya comienzo a disfrutar la cara de desesperación de las dos, van a desconfiar una de la otra y se van a echar en cara el escamoteo. Vete, antes que me arrepienta.

   El ladrón abrió la puerta, se volvió hacía la anciana, mirándola muy largamente.

   El ambiente pareció iluminarse, todo desapareció repentinamente, sólo quedaron dos seres heridos por la vida, duró apenas unos segundos, fue una luz, un relámpago, ellos comprendieron: fue un tiempo mágico.

   —¿Por qué me miras así? —preguntó la anciana.

   —Es que de pronto, algo sucedió, la vi distinta… era una joven princesa.

Ella sonrió.

   —…Y tú no eras un ladrón…



Cuento reeditado.



Estimados amigos, me despido por un tiempo, les dejo mi cariño y hasta pronto.


María Rosa.

 

 


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miércoles

El Zonda.


 


 

A don Juan de Dios Souza no le ha sido fácil llegar a los sesenta años, viviendo solo en ese rincón perdido de la provincia de Mendoza, donde   tres casas y restos de un pueblo perdido imitan el fin del mundo.

Tres casas con la propia incluida.  En una de ellas vive Roque.  Quien fuera sacerdote en el sur, allá por Cañadón Seco  y  que renunció a sus votos  por una mujer; convivir con ella  fue difícil  y ahora  prefiere la soledad, el frío y las montañas mendocinas.   Cada viernes, Roque va a San Rafael a comerciar su cosecha y la de Juan de Dios, frutas y verduras que varían según la estación. Un mísero cobro que apenas les alcanza para adquirir los alimentos que reparten al regresar. Es el día que se encuentran y conversan,  luego cada uno se repliega en su mundo. En  la tercera casa, habita el silencio,  la dueña falleció  y nadie la ocupa desde entonces.

Juan de Dios cree que lejos de la ciudad desvía el  miedo, ese  que anida  en su conciencia.  No quiere pensar en él.  Después de tantos años lo ha domesticado. Sin diarios, ni libros, ni visitas que cuenten historias, él existe más o menos en paz. Es que hay días en los que  le parece escuchar  voces, sabe que es su imaginación y se pregunta si terminará loco como su padre.

El viento Zonda cuando llega, gime y arrasa todo  lo que encuentra, trae gritos que lo perturban, Juan de Dios los reconoce, no los ha olvidado. ¿Cuántos años pasaron? 

Veinte o más, la memoria suele ser algo anacrónico, pero en el viento están ellos, prendidos como abrojos.  De dónde llega  el muy maldito, si aquello sucedió en el sur del Río Negro. ¿Cómo es posible que el viento los guarde memoria y la deje en sus oidos cada vez que pasa?

 Fue cerca del arroyo Los Berros, en ese tiempo era tierra de nadie y el descubrió que los muchachitos, dos pobres mapuches, habían hallado oro.

Los muy tontos cambiaron las pepitas en el pueblo y la noticia corrió ligera entre los vecinos. Más rápido fue él que los siguió y les exigió que le dijeran de dónde las sacaban, no hablaron, estaban asustados. Lo reconocieron y se vio en la obligación de matarlos.  Habían recibido una bala cada uno y el arma se le trabó y los muy hijos de perra aullaban suplicando piedad,

No querían morir.  Se arrastraron buscando ayuda y los descubrió. Los ató a un lapacho y los dejó abandonados a su suerte. Les arrancó la bolsa de oro y se fue. Después de varios meses llegó a Mendoza. 

De a poco se fue habituando a esta nueva realidad que trae el zonda, en el último invierno ya no fueron gritos, fueron voces que lo nombraban y se reían.

¿De qué le sirvió el oro?

Nunca lo vendió por miedo. Las pepitas siguen en la misma bolsa y escondidas bajo las tablas del piso de la pieza.

Cuando llega el viento, él los reconoce, son ellos, los mapuches.  Juan de Dios corre a su cuarto y ve que las maderas del piso se mueven, dan la sensación de que quieren levantarse, nadie las toca y él sabe que es su imaginación, pero las ve moverse, las oye crujir y se estremece. Pasa el Zonda y el silencio vuelve a ser su compañía.

El viernes don Roque fue al pueblo y no regresó.  Pasaron los días y nadie ha llegado para avisar qué le ha sucedido al viejo cura, sólo el viento Zonda lo visita, con su queja de aullidos y gemidos.

Las paredes de la casa tiemblan, en la puerta se escuchan golpes. Juan de Dios sabe que son los muchachos que vienen a buscar su oro.  

Afuera el Zonda ha enloquecido, arranca los árboles de cuajo y vuela la tranquera. Desde la ventana ve chapas y arbustos  que pasan ondulando  en el aire. El viejo se esconde detrás de unos muebles. Una tabla cae sobre sus piernas y queda preso.

Al amanecer el viento calmó su furia, pero no se va. Al fin logra quitar el peso y se arrastra tratando de salir. En la pieza, el piso fue levantado y la bolsa con el oro no está.  Juan de Dios busca, nada ha quedado en pie. La casa se va desarmando, una viga cae a su costado, debe alejarse antes que las paredes lo aplasten.

Sólo le interesa encontrar su oro. No está. El zonda se lo ha llevado. Intenta salir y esta vez otra tabla cae sobre su espalda, ahora sí que será imposible moverse. Tal vez, don Roque regrese y lo ayude. Don Roque ha quedado en la ciudad por culpa del Zonda.  Y las horas pasan y el ventarrón sigue. El hambre y la sed lo agobian; Juan de Dios delira, grita pidiendo ayuda.  

Y allí los ve, son ellos: los muchachos que festejan y le muestran la bolsa con el oro. Ruega, llora y presiente que la muerte está cerca.

Una pared cae y, como en un escenario, los ve irse.  Son ellos, que se toman de la mano y vuelan. 

El zonda se los lleva….

 

 Cuento reeditado.

 

 

                                                             

¿Qué es el amor...?

  Pedro era mi amigo de la infancia,   y ahora, frente a mí, me relataba algo que nunca hubiera soñado vivir. Estábamos en el bar del barrio...