viernes

Erase un otoño.


 

 

 

Era un atardecer diferente, el otoño se había adueñado de los árboles y en sus ramas oscuras, las pocas hojas pintaban de un naranja claro el ambiente. Sólo los cipreses y los sauces mantenían su verde que resaltaba contra los paraísos y plátanos descoloridos.

La hierba murmuraba, gemía con el sonido de un vuelo de pájaro. Las primeras gotas de rocío sembraban un aroma de naranjas jugosas, de besos, de caricias escondidas y sueños que habían quedado en el baúl de algún genio misterioso.

La hierba relataba historias y el dorado flotaba en el aire otoñal.

 

Y llegó la noche y el cielo se arropó de estrellas. De pronto el ambiente oscureció, la lluvia cubrió la hierba y enmudeció la voz y todo fue silencio; el campo y el amplio cielo se iluminaron y la lluvia besó mis manos y las transformó en palomas.

 

Al amanecer un sol tibio cambió el ambiente, un aroma a petricor surgió de la tierra, de las plantas y los pájaros cambiaron el silencio con cantos, cada uno en su idioma, era el regalo dorado del otoño.

 



jueves

El bazar de los juguetes.

 



 

El viejo bazar de juguetes que había pertenecido a mi padre, estaba abandonado desde su muerte. Habían transcurrido varios años y quise visitarlo con la idea de crear un nuevo negocio. Conecté la electricidad desde el tablero del pasillo. Me costó abrir la puerta, el óxido había endurecido la cerradura.

Encendí la luz, una lámpara colgaba desde del techo, se balanceaba y sus luces y sombras caían sobre mí, el olor a humedad y madera vieja se mezclaba con el del abandono, era irrespirable.

El panorama era desolador. Lo que antaño habían sido estantes, estaban en el suelo, solo uno quedaba, sostenido a los ganchos de la pared, con algunos juguetes y cajas, la mayoría; dispersos en el suelo.

¿Qué había sucedido?

Parecía que un tornado surgido de la nada había barrido el local.

Descubrí sobre una caja, un pequeño gato gris, que apareció de pronto, maullaba con un lamento que partía el alma, seguramente tiene hambre, pensé, ¿por dónde había entrado?

-Hola minino, ¿qué sucedió aquí?

El gato saltó entre las cajas, de pronto la lámpara parpadeó, desapareció su luz, dejándome en plena oscuridad, al momento, un portazo hizo que la puerta del local se cerrara violentamente.

Fue imposible abrirla. El gato maullaba. La lámpara seguía moviéndose, por momentos volvía la luz, creando en el ambiente guiños de claridad.

Mi intención de abrir la puerta fue un fracaso.

¿Dónde había dejado la llave? En mis bolsillos no estaba.

El gato saltó sobre el único estante que quedaba en pie y su maullido sonó como un aviso, su patita rasgaba la madera, me acerqué y allí estaba la llave.

Hermoso gatito, le dije, eres muy inteligente. Abrí la puerta, la luz de la lámpara regresó con toda su potencia y con ella el desorden se hizo más visible y la sorpresa me dejó muda al ver que el gato del estante era en realidad un gato de peluche gris, sus ojos de vidrio y sus bigotes eran casi reales. ¿Cómo me confundí? Pero lo escuché maullar, lo vi saltar entre las cajas, no pude equivocarme. Busqué entre lo juguetes dispersos en el piso, entre las cajas, quería creer que el gato real había existido, no lo encontré.

Un sudor frío mezclado con temor me dijo que abandonara ese lugar.

Me fui, pero me llevé el gato de peluche pegado a mi pecho y juro que sentí  tibieza de su cuerpito en el abrazo.

 

 



sábado

Tina.


 


 

No me agradan los cementerios. Sin embargo, allí estaba mirando el dolor de la familia de Tina. Me mantenía alejada, los observaba, sin haberlos visto nunca, los reconocí a través de las confidencias de Tina, me revolvía el estómago, verlos llorar a moco tendido.

Olga la nuera, alta y elegante como una modelo, Luisa, la otra nuera, médica, rubia e inquieta que no lograba mantenerse en un lugar. Los hijos, dos hombrones altos y obesos y los nietos tan parecidos entre sí, que parecían hermanos. 

Tina con sus 94 años, había vivido bien, era alegre y su humor siempre me sacaba de mis tristezas, ella sabía que de un momento a otro su fin se acercaba, no lo lamentaba, es lo natural de la vida, me decía.

Vivió sola, dos amigas, tan viejas como ella, la visitaban.

Los domingos la invitaba a comer, le encantaban las pastas con tuco y le daba el gusto siempre que podía.

Ahora los hijos, las nueras y los nietos ya grandes, lloraban con una angustia que no lograba entender. ¿Por qué se lamentan si nunca se ocuparon de ella?

Mientras caminaba de regreso a la salida me alcanzó Ana, la amiga que diariamente la acompañaba.

-Sabes Rosita, no estoy triste -me dijo- estoy feliz porque mi amiga se fue en paz y pienso en cómo me voy a divertir cuando se enteren de lo que se viene ahora…

No la entendí, miraba entretenida a las palomas que revoloteaban cerca nuestro, guardé silencio.

-¿Sabes lo que hizo Tina? – se detuvo y me tomó del brazo.

-No -respondí y la miré a través de la niebla que producía mi angustia.

-Donó todos sus propiedades a Caritas, la casa, con sus muebles y sus joyas que son un bien de familia, que no es mucho, pero es importante y esos llorones están esperando ver cuánto les va a tocar a cada uno, se van a morder los codos cuando el escribano les de la noticia.

-Wawww… -exclamé sorprendida- ese caserón es importante, en pleno centro, vale un dineral, pobre Tina -dije con angustia.

-Pobre no -respondió Ana- no sabes cómo se reía y disfrutaba pensando en la cara de sus parientes cuando escucharan el contenido del testamento.…

Terminamos riendo las dos y hasta nos pareció que Tina reía con nosotras.



jueves

Tonta retonta.


 

TONTA RETONTA

 

Lo vi entrar acompañado por una mujer desconocida. Era hermosa, algo mayor que él, bien vestida, con un nivel de elegancia exquisito. El restaurante y sus mesas parecieron girar ante mis ojos, las voces  se perdieron en un murmullo lejano e incomprensible. Cerré los ojos y traté de tranquilizarme. Desde mi mesa los observaba con el celo de la loba que ve como le devoran su gacela, ellos hablaban, sonreían, se los veía felices y yo, moría de angustia.

Había esperado muchos meses y aunque Julio nunca me había dicho; te amo. Sus miradas, sus gestos y aquellas palabras de la despedida, mientras los amigos brindaban, forjaron en mí la ilusión: “este viaje es muy importante —había dicho—  cuando regrese en diciembre vamos a hablar de lo que siento por vos” Y el beso dejo mi mejilla que ardía.

 

Miré al mozo y se acercó, liquidé mi cuenta y salí. Julio estaba de espaldas, no me vio. La calle me abrazó con un dorado caliente que me llegó hasta el alma, me movía enceguecida por el sol o la tristeza, no lo sé. Busqué la sombra de los tilos y caminé invadida por el aroma de sus flores que parecían serenar mi ánimo.

 

Tonta, retonta, dije en voz alta, no se puede tener cuarenta años y seguir ilusionándose como una criatura. Dos señoras mayores cruzaron por mi lado y me miraron con pena.

Sin pensarlo me encontré en la puerta de mi casa, entré y el ambiente estaba frío, a pesar del verano. Me recosté en el sillón y me arropé con una manta. Me dormí.

 

Me despertó el celular, era Julio, no atendí. En pocos minutos llamó varias veces. Me dejó un mensaje de texto: “Llegué esta mañana, quiero verte.” Respondí: “No me siento bien, mejor mañana”.

“Te amo”, fue su nuevo mensaje.

No respondí.

“Te amo”. Por segunda vez.

Se cerraba mi garganta, me dolía el pecho y me temblaban las manos.

Dificultosamente escribí: “No te burles de mí.”

Entró una nueva llamada, atendí.

“Cari jamás me burlaría de vos, Cari…te amo —su voz temblaba—. Mi hermana ha viajado conmigo desde Ginebra, es mi única familia…   Quiere conocerte”.

 



miércoles

El hombre, su perro y el mar.


 Pintura de Gary Bunt. Copiada del blog; https://angelesyrosas.blogspot.com/



Las olas se rompían frente a las piedras del muelle, se acercaba una tormenta, y el hombre y su fiel compañero seguían allí, firmes, como esperando a quien no llegaría, pero la esperanza era más fuerte que la certeza.

La luna compañera de los solitarios los miraba, su luz, era un manto cálido en esa noche fría.

Nada importaba, ni el viento, ni el mar embravecido, solos, hombre y perro esperaban, tal vez un sueño que tomara forma humana y les hiciera compañía.

Los truenos asustaban mi pobre humanidad.

La lluvia se hizo realidad, me fui, ellos siguieron disfrutando del mar, la luna y el paisaje invernal, al pasar   cerca y mirarlos, vi, que eran felices, a su manera, pero, felices…




martes

Los abuelos y su misterio.

 

La costumbre de mis padres de pasar los veranos en la casa de los abuelos, despertaba en mí, un estado de temor. El pueblo era un campo con pocas casas habitadas, el único entretenimiento era el río.

La vivienda estaba rodeada de altos eucaliptus que formaban un bosque oscuro y que no me gustaba visitar solo, por las noches el viento producía un sonido igual a un silbido lejano que me estremecía.

Estar allí me hacía vivir sobresaltado, cualquier ruido en aquella vieja vivienda excitaba mí imaginación. Ellos reían de mis miedos, al fin dejé de quejarme y no hablé más del murmullo que llegaban de la planta alta, ni del sonido de pasos que se escuchaba en la habitación de arriba y a la que nunca me permitían entrar.   

Cada vez que a escondidas de los mayores intentaba subir, algo sucedía, la voz de la abuela quebraba el silencio y no me dejaba llegar ni al quinto escalón, clavaba sus ojos de búho en mí y algo similar al terror me estremecía. 

Una vez lo logré. Sin que me viera escalé esa montaña misteriosa, y fueron mis piernas las que me traicionaron cuando al llegar, la puerta de esa habitación; se abrió sola.  Una luz descolorida se asomó como un rayo de abanico. Temblé. Reflejada en el pasillo, una enorme sombra creció ante mis ojos y allí quedó mi coraje de explorador, bajé los peldaños de dos en dos y con los pantalones mojados.

Cuando preguntaba; ¿Qué hay en el cuarto de arriba? La respuesta de los abuelos era la misma: “No hay nada, eres muy imaginativo.”

Pero no me dejaban subir.

 

Una tarde mi madre y la abuela salieron a caminar por el camino que lleva al río. Mi padre y mi hermano habían ido con el abuelo a pescar sobre el puente. Me dejaron creyendo que dormía la siesta. Renovando mi instinto de explorador de misterios ocultos, me propuse descubrir qué sucedía del cuarto de arriba, llevaba en mi mano un pequeño crucifijo, para borrar con él toda manifestación de maldad, tal cual había visto en las películas.

Al subir, los escalones crujieron con un suave lamento, los dos últimos resultaron difíciles de ascender, la puerta se abrió y la sombra se proyectó en el pasillo.

Una voz grave me saludó:

—Hola Santiago.

Nuevamente el espanto me hizo retroceder, lo único que recuerdo es una enorme figura y el gorro rojo que cubría su cabeza. Sólo atiné a bajar los escalones, corriendo, entré a mi cuarto y cerré, sin dejar de temblar; en un principio de terror, me metí en la cama y me tapé hasta la cabeza.

Cuando desperté, mi madre estaba a mi lado, muy pálida.

Intenté contarle lo que había visto en la habitación del piso superior y no pude, las imágenes con resplandores de sueño se cruzaban y algo siniestro que no sabía definir flotaba en mi mente.

Cuando al fin pude expresarme, nadie me creyó. Dijeron que había sido producto de una pesadilla. Para tranquilizarme mi padre fue al piso superior y no encontró nada que se pudiera presumir como extraño. Sólo los abuelos me miraron diferente, con desprecio y un frío crudo me heló la sangre. A partir de ese día perdí de vista el pequeño crucifijo que había llevado en mi mano.

 

Después de muchos años, he regresado a la casa, mis padres y mis abuelos ya no están y me ha quedado la misión de vaciar la propiedad y venderla. Mientras esperaba al empleado de la inmobiliaria, fui subiendo los escalones que me habían llevado a conocer el miedo.

Abrí la habitación, aquella de los ruidos y los pasos misteriosos, y nada encontré de las imágenes que había forjado en la infancia; una cama, una silla y un mueble ajado por los años y sobre el y cubiertos de tierra, aquellos juguetes que habían desaparecido de mi cuarto y que nunca me expliqué, cómo ni dónde los había perdido; un autito rojo, mi oso de peluche, algunas piezas de mi juego de ajedrez y el pequeño crucifijo. A un costado, un perchero intentaba llamar mi atención, sobre uno de sus ganchos, un abrigo raído y enorme y sobre él; un gorro de lana que alguna vez había sido rojo.


Cuento reeditado.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes

La otra.


 

LA OTRA.

 

Lina entró con paso liviano, se le notaba un suave temblor en las manos que sostenían una rosa blanca, los ojos de los presentes, como flechas, se volvieron hacia ella. Entró, y una brisa suave agitó las flores de los jarrones, lo mismo sucedió con los cirios que rodeaban el ataúd, las llamas parecieron apagarse, fue un instante, luego volvieron a su quietud.

El murmullo de las vecinas, las miradas torvas, como un manto la cubrieron, siguió adelante.

Solo Clara, la miró con pena. Las dos habían amado a Santiago, las dos conocían la presencia de la otra, sin embargo, después de tantos celos, de tantas lágrimas, se miraron por primera vez sin rencor. La muerte del hombre amado las unía, Lina dejó la rosa sobre las manos frías de Santiago. El temblor persistía, quiso decir algo y la voz se le congeló en la garganta, prefirió callar. 

Dos mujeres pálidas, ojerosas, se miraron sin sonrisas, sin enojo, con el dolor a flor de piel.

Lina se retiró, el murmullo de las vecinas la acompañó hasta la salida, su figura se perdió calle arriba, lenta como un rezo.

Alguien intentó quitar la rosa blanca, Clara sin palabras, solo un gesto, hizo que la dejaran donde estaba. Las llamas de los cirios cambiaron de color, se agitaron en un rojo sangre, fue un instante y volvieron a su quietud.




Erase un otoño.

      Era un atardecer diferente, el otoño se había adueñado de los árboles y en sus ramas oscuras, las pocas hojas pintaban de un naran...