lunes

El Ladrón.


 

 

 

Digámoslo así: las mujeres que hablan, piensan y actúan como usted son raras.

-¡OH! –Dijo ella seriamente- no espere que las muchachas hablen como yo. Eso viene más tarde. Son demasiado jóvenes, ante todo. Y luego el hombre común echa a correr cuando descubre rudimentos de cerebro en una dama.

                                                          Ray Bradbury    “El vino del estío”

 

 

El silencio era rey en la oscuridad del viejo comedor. Los muebles, simulaban rígidas figuras reunidas alrededor de la mesa.  Apenas un rayo de luna se filtraba por los postigos cerrados, los cristales abiertos daban paso a la brisa que elevaba las cortinas y el ambiente parecía habitado de un toque fantasmal. La puerta se abrió suavemente y una nube oscura se deslizó al interior. Recorrió el cuarto hurgo en los cajones, en el último se detuvo, sacó un cofre, lo abrió: perlas y cristales destellaron bajo el hilo de luz que entraba curioso. Guardó todo en una bolsa, siguió su búsqueda.  

Se encendió una lámpara.

Se incorporo sorprendido.

Desde un sillón, una anciana lo miraba. La amenazó con una navaja, la movió en círculos para despertar miedo, no lo consiguió, ella lo miraba impertérrita.

    —¿Dónde hay dinero? –preguntó

    —Allí en la cocina, dentro del tarro de las galletas. El hombre guardó la navaja.

Regresó con un puñado de billetes.

    —¿Sólo esto?

    —¿Qué pretendes de una jubilada?

La tranquilidad de la anciana lo irritaba.

    —¿Por qué me mira así?

    —Me sorprende que me hayas elegido para robar, ¿qué puedes encontrar en mi casa? sólo cosas viejas. ¿Por qué no vas a robar a los ricos? —preguntó.

    — Gracias por el consejo. Los ricos tienen casas vigiladas y alarmas, no estoy preparado para eso. Soy un simple ratero—. Ella lo miraba pacíficamente.

   —Tengo frío, alcánzame esa manta —dijo la mujer señalando una silla. Él le alcanzó una frazada. Observó el ambiente, no guardaba nada de importancia.

   —Usted cobra una pensión de Italia —al decirlo la miró fijo a los ojos— le pagan en euros o dólares. ¿Dónde los guarda? 

   La situación lo había puesto nervioso, transpiraba, su frente estaba húmeda.

   —Te pasaron mal el dato —la anciana disfrutaba con la conversación, sonreía— la pensión de Italia la cobran mis hijas, dicen que esa plata en mi casa es un peligro, que yo soy vieja para manejar tanto dinero, así que ellas se hacen cargo.

    —Ja…! ¡Lindas sus hijas, tan ladronas como yo!  ¿Por qué no le cambian la alfombra o la cortina que se ven tan viejas?

   —Ocúpate de tus cosas y vos ¿Por qué no trabajas?

   — ¿Qué le importa? ustedes los viejos se creen sabios ¿verdad?

   —No, no lo somos, es una máscara que usamos para disimular lo indefensos que somos.

   — ¿Una máscara cómo en el teatro?

   —Claro. ¿Acaso la vida no es una actuación? –se quedó mirándolo con una sonrisa.

El hombre comenzó a dar vueltas sin dejar de mirarla.

   —Me hubiera gustado conocerla de joven. –el ladrón se sentó en una silla frente a ella.

   — ¿Por qué?

   — Porque es inteligente y si a eso le agregamos juventud, debe haber sido maravillosa.

   —A los veinte años no tenía la sabiduría de hoy. Los años, las equivocaciones, enseñan a vivir— la vieja lo miraba sin miedo.

   —Debe haber sido muy linda.

   —¿Qué sabes de mi?  Hoy no quedan rastros de la que fui, en realidad soy una vaca que se tragó a una princesa, ella sigue en mí, pero mi exterior es la vaca.

   —Ja…!  Usted tiene humor, dígame qué hay de importante en su casa, para llevarme.

   —Lo que ves, desde que murió mi esposo no cambie nada y de eso hace muchos años.

   —¿Cuánto hace que murió?

   —No sé, perdí la cuenta —la vio ponerse triste— con él se fueron mis ganas de vivir.

   —Esa lámpara es de bronce —dijo señalándola— parece de calidad, me la llevo.

Abrió la puerta de calle, iba a salir con la lámpara y se volvió.

   —No la quiero robar…  necesito dinero ¿comprende?

   —Ya te dije, el dinero se gana trabajando.

Él se volvió y cerró la puerta.

   —¿Trabajando en qué? Un tipo como yo, mal vestido, con la piel oscura y mis rasgos, es mal visto en todos lados. Si me contratan me pagan menos que ha otros, ya pasé por todo eso —mientras hablaba regresó la lámpara a su lugar.

   —Llévate las joyas, es lo único de valor que tengo.

   —¿Qué le va a decir a sus hijas?

   —No te preocupes, no se van a dar cuenta hasta que me muera.

Él se detuvo frente a ella, inclinó la cabeza para mirarla mejor.

   —¿No la visitan? ¿Quién se ocupa de usted?

   —Yo misma, y mi vecina que es tan vieja como yo, pero camina mejor.

   —Cuando sus hijas se den cuenta, de que faltan las joyas ni usted ni yo vamos a estar aquí –dijo sonriendo.

   —Desde ya comienzo a disfrutar la cara de desesperación de las dos, van a desconfiar una de la otra y se van a echar en cara el escamoteo. Vete, antes que me arrepienta.

   El ladrón abrió la puerta, se volvió hacía la anciana, mirándola muy largamente.

   El ambiente pareció iluminarse, todo desapareció repentinamente, sólo quedaron dos seres heridos por la vida, duró apenas unos segundos, fue una luz, un relámpago, ellos comprendieron: fue un tiempo mágico.

   —¿Por qué me miras así? —preguntó la anciana.

   —Es que de pronto, algo sucedió, la vi distinta… era una joven princesa.

Ella sonrió.

   —…Y tú no eras un ladrón…



Cuento reeditado.



Estimados amigos, me despido por un tiempo, les dejo mi cariño y hasta pronto.


María Rosa.

 

 


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miércoles

El Zonda.


 


 

A don Juan de Dios Souza no le ha sido fácil llegar a los sesenta años, viviendo solo en ese rincón perdido de la provincia de Mendoza, donde   tres casas y restos de un pueblo perdido imitan el fin del mundo.

Tres casas con la propia incluida.  En una de ellas vive Roque.  Quien fuera sacerdote en el sur, allá por Cañadón Seco  y  que renunció a sus votos  por una mujer; convivir con ella  fue difícil  y ahora  prefiere la soledad, el frío y las montañas mendocinas.   Cada viernes, Roque va a San Rafael a comerciar su cosecha y la de Juan de Dios, frutas y verduras que varían según la estación. Un mísero cobro que apenas les alcanza para adquirir los alimentos que reparten al regresar. Es el día que se encuentran y conversan,  luego cada uno se repliega en su mundo. En  la tercera casa, habita el silencio,  la dueña falleció  y nadie la ocupa desde entonces.

Juan de Dios cree que lejos de la ciudad desvía el  miedo, ese  que anida  en su conciencia.  No quiere pensar en él.  Después de tantos años lo ha domesticado. Sin diarios, ni libros, ni visitas que cuenten historias, él existe más o menos en paz. Es que hay días en los que  le parece escuchar  voces, sabe que es su imaginación y se pregunta si terminará loco como su padre.

El viento Zonda cuando llega, gime y arrasa todo  lo que encuentra, trae gritos que lo perturban, Juan de Dios los reconoce, no los ha olvidado. ¿Cuántos años pasaron? 

Veinte o más, la memoria suele ser algo anacrónico, pero en el viento están ellos, prendidos como abrojos.  De dónde llega  el muy maldito, si aquello sucedió en el sur del Río Negro. ¿Cómo es posible que el viento los guarde memoria y la deje en sus oidos cada vez que pasa?

 Fue cerca del arroyo Los Berros, en ese tiempo era tierra de nadie y el descubrió que los muchachitos, dos pobres mapuches, habían hallado oro.

Los muy tontos cambiaron las pepitas en el pueblo y la noticia corrió ligera entre los vecinos. Más rápido fue él que los siguió y les exigió que le dijeran de dónde las sacaban, no hablaron, estaban asustados. Lo reconocieron y se vio en la obligación de matarlos.  Habían recibido una bala cada uno y el arma se le trabó y los muy hijos de perra aullaban suplicando piedad,

No querían morir.  Se arrastraron buscando ayuda y los descubrió. Los ató a un lapacho y los dejó abandonados a su suerte. Les arrancó la bolsa de oro y se fue. Después de varios meses llegó a Mendoza. 

De a poco se fue habituando a esta nueva realidad que trae el zonda, en el último invierno ya no fueron gritos, fueron voces que lo nombraban y se reían.

¿De qué le sirvió el oro?

Nunca lo vendió por miedo. Las pepitas siguen en la misma bolsa y escondidas bajo las tablas del piso de la pieza.

Cuando llega el viento, él los reconoce, son ellos, los mapuches.  Juan de Dios corre a su cuarto y ve que las maderas del piso se mueven, dan la sensación de que quieren levantarse, nadie las toca y él sabe que es su imaginación, pero las ve moverse, las oye crujir y se estremece. Pasa el Zonda y el silencio vuelve a ser su compañía.

El viernes don Roque fue al pueblo y no regresó.  Pasaron los días y nadie ha llegado para avisar qué le ha sucedido al viejo cura, sólo el viento Zonda lo visita, con su queja de aullidos y gemidos.

Las paredes de la casa tiemblan, en la puerta se escuchan golpes. Juan de Dios sabe que son los muchachos que vienen a buscar su oro.  

Afuera el Zonda ha enloquecido, arranca los árboles de cuajo y vuela la tranquera. Desde la ventana ve chapas y arbustos  que pasan ondulando  en el aire. El viejo se esconde detrás de unos muebles. Una tabla cae sobre sus piernas y queda preso.

Al amanecer el viento calmó su furia, pero no se va. Al fin logra quitar el peso y se arrastra tratando de salir. En la pieza, el piso fue levantado y la bolsa con el oro no está.  Juan de Dios busca, nada ha quedado en pie. La casa se va desarmando, una viga cae a su costado, debe alejarse antes que las paredes lo aplasten.

Sólo le interesa encontrar su oro. No está. El zonda se lo ha llevado. Intenta salir y esta vez otra tabla cae sobre su espalda, ahora sí que será imposible moverse. Tal vez, don Roque regrese y lo ayude. Don Roque ha quedado en la ciudad por culpa del Zonda.  Y las horas pasan y el ventarrón sigue. El hambre y la sed lo agobian; Juan de Dios delira, grita pidiendo ayuda.  

Y allí los ve, son ellos: los muchachos que festejan y le muestran la bolsa con el oro. Ruega, llora y presiente que la muerte está cerca.

Una pared cae y, como en un escenario, los ve irse.  Son ellos, que se toman de la mano y vuelan. 

El zonda se los lleva….

 

 Cuento reeditado.

 

 

                                                             

jueves

La señora Ivone.


 

El pueblo amaneció alborotado. Había muerto Madame Ivone. Entre la pena de sus chicas y la sonrisa maliciosa de las vecinas del lugar, la noticia no pasó inadvertida. Muchos se acercaron a la antigua casa, la que llamaban: “El rincón florido”.

Reunidos en la esquina, los curiosos seguían cada movimiento, quién entraba, quién salía.
La velaron en el burdel, rodeada de los lamentos de sus putas queridas. Ivone descansaba entre blancas puntillas, su última sonrisa sin rouge se dibujaba apenas en su cara.
La escena era patética, dos rubias, plenas de carnes y años, se abrazaban llorando desconsoladas. Otras mujeres, rodeaban el cajón acariciando las manos de la muerta. En un rincón, el loco Juan, gemía palabras incomprensibles. Ivone había sido la madre que nunca tuvo. Era una corte de desahuciados, que había perdido a su reina madre.
Inés entró al burdel, se acercó al cajón, las mujeres se corrieron para darle paso, algunas la reconocieron y la miraron con asombro.
¿Qué hacía la doctora Arrieta en el velatorio de Madame Ivone?
Inés acarició la cara fría, sus dedos siguieron el curso de las arrugas, la línea tan marcada en la frente, le acomodó el pelo.
¿Cuántos años, verdad Ivone? le dijo en voz baja. Los recuerdos se presentaron como en una película: escenas del pasado. Yo era tan joven, ¿te acordás? Vos me cambiaste la vida, me enseñaste a vivir y a amar.


Los lunes, el burdel de la calle Olavarría permanecía cerrado. Todas descansaban. Aquel día, Madame Ivone caminaba de un lado a otro del salón, cada tanto sacaba un papel que guardaba en el bolsillo de su bata, lo leía y lo volvía a guardar.
El timbre de la puerta de calle, hizo que mirara el reloj, las cinco, pensó: ¡Que piba puntual!
Abrió la puerta cancel, una mujer, casi adolescente, entró.
—Soy Inés Arrieta —dijo con un hilo de voz.
Ivone, sin hablar, caminó adelante, la otra la seguía. Pasaron a un cuarto pequeño.
Tomaron asiento y sin decir palabra, Ivone le dirigió una mirada que era una pregunta. La joven dijo:
—Estoy aquí… para pedirle… —le costaba hablar— me está pasando algo… estoy embarazada.
Estaba roja y cada tanto se secaba el sudor de la cara con un pañuelo. Ivone le dijo:
—¿Y yo que tengo que ver… qué pretendes de mí?
—Que me ayude.
Se largo a llorar sin poder contenerse.
—¿Vos pensás que esto es una Iglesia, nena?
La joven lloraba con desesperación. Ivone le acarició la cabeza.
—¿Por qué te tengo que ayudar? No te conozco ni se quién sos. Me parece una locura que recurras a mí. ¿Y tus padres, tu familia… no sé,… alguien que se haga cargo de vos y tu crío?
—Mis padres me echaron, mis hermanos mayores están de acuerdo con ellos. Y mi novio me abandono. Usted ayudó a Graciela cuando quedó embarazada, por eso vine.
—Graciela es hija de una de las mujeres del burdel.
—Por favor…
Ivone no podía creer lo que le estaba pasando, daba vueltas en la habitación, se detenía y la miraba, seguía andando. La situación la desbordaba, era una cosa de locos, se preguntó si no sería un sueño.
—Yo puedo trabajar…
—¡Ni se te ocurra, no sos mina de burdel! —le dijo muy seria y con voz de mando— te quedás por hoy, voy pensar el asunto y mañana hablamos.

La mañana se presentó lluviosa, Inés esperaba en el salón. Retorcía en sus manos un pañuelo. La madame entró seria, se sentó frente a ella.
—Te vas quedar. Doña Luisa, la cocinera está vieja, necesita ayuda, esa será tu obligación, luego tendrás que estudiar, si aceptas las condiciones, bien. Sino te vas.
—¡Acepto!




—Y acepté, te acordás Ivone.
El olor de las flores le daba vueltas la cabeza. Le costaba respirar. Inés se aferró al cajón.
—¿Señora quiere un café? —La voz de la rubia le llegó como a través de un túnel.
Le respondió con un gesto. No quería café, sólo quería despedirse de la única mujer que le había enseñado algo en la vida, sin libros, sin profesores ni exámenes ni gritos. Quería despedirse de su amiga, de su amiga Ivone.
A los dieciocho años, tuve por primera vez una mamá, fuiste vos.
Volvió a acariciar la cara blanca. La besó en la frente.
—Que descanses en paz —le dijo entre lágrimas.
Saludo a las chicas que seguían sin entender su presencia en el lugar y salió.

Varias señoras del pueblo, reunidas en la acera de enfrente, la miraron con asombro, intentaron acercarse, ella saludo con un movimiento de cabeza y con gesto soberbio cruzó sin mirarlas.
Debía llegar temprano, su hija llegaba esa noche de Mendoza, y quería recibirla con una cena especial, para algo era doctora y cocinera.




 

 

 

sábado

Esas cosas del amor.


 

Hay historias de amor muy bellas, hay otras de amor odio, esas también existen, de estas últimas les voy a relatar una que ya casi es leyenda en mi país.

 

Se casaron enamorados, eran ricos y la vida les sonreía, todo era color de rosa. A él lo llamaremos S, era un político importante, ella la señora T era ama de casa como se acostumbraba en el siglo XIX, en esos años sucede esta historia. S ocupado con sus quehaceres en el gobierno, dejaba que ella disfrutara con organizar fiestas y gastar dinero a dos manos.

Llegó un momento en que los gastos desbordaban la billetera de S y al fin, enojado por los caprichos de la esposa que excedieron su paciencia y su bolsillo, habló seriamente con ella, debía controlar sus gastos, en ese entonces no existían las tarjetas de crédito y la costumbre era que la señora pagara en efectivo o que el vendedor pasara por la oficina del marido para cobrar la deuda.

Las compras de la señora T eran demasiado abultadas e hizo caso omiso a las sugerencias de S.

Él, cansado de que ella siguiera con su derroche, publicó en el principal diario una nota que decía más o menos así: “Soy T y desde este día no me voy a hacer cargo de los gastos de mi esposa, al comerciante que no respete este aviso ya puede saber que nadie va a pagarle.”

Ningún comerciante de la ciudad volvió a venderle a la señora T.

La respuesta de la furiosa mujercita, fue no dirigirle la palabra al esposo y lo cumplió hasta el día de la muerte de S. Pero allí no termina la historia, la encantadora señora cumplió en levantar un mausoleo en el cementerio de Recoleta, en honor de su difunto esposo, un famoso artista de la época, esculpió en mármol una estatua, donde se lo ve a S sentado en un elegante sillón y mirando al horizonte, una obra superior y que se destaca de la mayoría de las que hay alrededor.

A partir de la muerte de S, ya nadie controlaba los gastos de T, hizo lo que se le antojo, volvió a gastar a dos manos.

Años después, ella muere y deja establecido que deben crear un busto de ella y colocarlo de espaldas a su esposo.

Hoy se ve en el cementerio de Recoleta a S en su elegante sillón y ella de espaldas.   Ni en la muerte lo quiso mirar.

Sin embargo, las cosas de la vida, los ataúdes fueron enterrados bajo el mausoleo…juntos.

Esta historia tragicómica la conocí en una visita al cementerio de Recoleta y los protagonistas fueron Salvador María del Carril y Tiburcia Domínguez López Camelo. Salvador M. del Carril fue vicepresidente del país durante el gobierno de Urquiza.

Cosas de la vida y del amor-odio.

lunes

Desde el otoño.


 

A veces necesito estar sola, dejarme llevar por la tranquilidad del silencio, cerrar los ojos y poder meditar, escuchar mis propios pensamientos que saltan de un tema a otro, pero siempre hurgando en ellos, qué quiero y que me incomoda.

O simplemente leer, ver una película o escribir.

No me molesta la relación social, me gusta, pero necesito mi tiempo, meterme dentro de mis pensamientos que vuelan, pasan por recuerdos vividos, buenos y malos, la vida es agridulce y para meditarla se necesita paz y reflexión.

Hoy he llevado a mis lectores por una senda diferente, espero no haberlos aburrido. Debe ser el clima, hace días que llueve en Buenos Aires y mirar desde la ventana es como ver una cortina que no termina nunca de correrse y empaña la vista.

Es el otoño que a llegado con sus amarillos y ocres cubriendo el espacio y me predispone para la soledad. 

Les digo hasta la semana que viene "si Dios quiere y los minibuses lo permiten" y con algún nuevo cuento.

(La frase encomillada la repetía siempre un locutor de radio de tiempos idos y me ha quedado grabada por lo simpática.)

mariarosa.

Les dejo el link de uno de mis cuento en Youtube, gracias a Maite del blog: "Poesía y Prosa poética de Volarelaque lo diseño y publicó.


 https://youtu.be/Xd2PFBiL-LE?si=Jz83bgbUyC78bmWt

martes

El boxeador.

 



Mientras le vendaban las manos pensaba en su madre, ella nunca quiso que fuera boxeador, pero la vida y la fuerza de sus puños lo empujaron a serlo, sabía que no era un grande, sus primeras peleas tenían la fuerza de su juventud, pero ahora la cosa era diferente, no daba más, estaba quemado por la mala vida y los golpes, esta sería su última pelea, lo sabía, pero, necesitaba dinero y buena cantidad y la única forma de conseguirlo era pelear y dejarse caer en el tercer round, así fue el contrato, y así lo iba a cumplir.

Llegado el momento cayó como si fuera de trapo, lo sacaron en camilla, una vez que le curaron la cara y con el ojo izquierdo inflamado, se quedó en la camilla haciendo tiempo, esperó que se fueran todos, luego fue a la oficina del director técnico.

Entró, movió la cabeza en señal de saludo y quedó de pie frente al escritorio, el director le entregó un sobre, lo abrió y con voz serena le dijo:

-Esto no es lo que habíamos arreglado…

-Es lo que te mereces, no diste un buen espectáculo, se notó que te dejaste caer, infeliz, ni siquiera sabes perder...

Crispó las manos, su cara se fue poniendo roja, sin decir palabras dio la vuelta al escritorio y levantó al director por la camisa, el tipo gritaba, nadie apareció.

-Quiero mi dinero -su voz sonaba dura, no gritaba- lo necesito por las buenas o por las malas

El director se acomodó la ropa y buscó en el escritorio otro sobre.

Se lo entregó.

-Sabes que después de esto no peleas más y te voy a denunciar por robo.

No respondió, abandono la oficina y se fue directo a la clínica, la enfermera del turno noche lo miró sorprendida.

-¿Qué le pasó en la cara?

-Nada importante, ¿hay atención en la oficina central?

-Si, las 24 hs, es en el primer piso.

Un empleado con cara de dormido lo atendió.

-Vengo a depositar el dinero para la operación de la paciente Lucia Menriquez.

Después del papeleo, se acercó a la sala donde dormía su sobrina, la pequeña descansaba tranquilamente, la mujer que la cuidaba salió y lo empujo suavemente al pasillo, le acaricio la cara con suavidad.

-Por favor hermano, que no te vea así que se va a asustar, dijeron que posiblemente mañana la operan.

-Posiblemente no, la van a operar, ya deposité el dinero.

La mujer lo abrazo.

-Basta Lucas, que sea la última pelea, por favor.

-Fue la última, está noche me voy, si me quedó en la ciudad pierdo, me la tienen jurada…

-¿Y qué vas a hacer, adónde te vas a esconder?

-Hay un amigo al que una vez le salve la vida, él me va a ayudar…

Luego de dar un beso a la pequeña y a su hermana, salió a la calle, caminaba mirando a todos lados, sólo el silencio era su compañía, llegó la estación, compró un pasaje y con apenas un bolso de mano subió al micro. El viaje era largo, se durmió en seguida, soñó con un campo verde, con árboles, la esperanza de una nueva vida lo hizo descansar, despertó casi llegando a Goya.

Bajó del micro y se dio cuenta que nadie lo miraba, era un desconocido, unos más, un cualquiera, al fin, se dijo… es tiempo de recomenzar.

 

 

 

 

 

 

 

 

-

 

 


Después de la tormenta.


 

La ventana del séptimo piso era una postal que reflejaba la playa “La perla”. El mar se debatía furioso sobre la arena, las carpas que durante el verano cobijaron a los veraneantes, por precaución, las habían retirado. Se anunciaba una tormenta.

Pronto el panorama fue gris, la niebla unida a la arena que levantaba el viento, dificultaba la visión, la calle se perdía en una cortina que se desmayaba por momentos.

Me estremecí, al comprender que Martín no iba a llegar.

Bajé al tercer piso a tomar un café, en el hotel. por ser junio, había pocos turistas. Me senté al lado del ventanal, había comenzado a llover.

Que tonta, me dije, viajar desde Córdoba a Mar del Plata por el juramento de un amor de verano, ni que fuera una veinteañera ilusa, aunque las chicas de hoy día no creen en palabras de amor, se fuman la vida en una noche y al salir el sol ya están pensando en otra cosa.

Él tendría que haber llegado ayer. Lo esperé en la puerta del hotel a las 10:00hs, tal cual habíamos quedado. Hoy de mañana pregunté al conserje si se había registrado alguien con su nombre, dijo que no.

El clima esta furioso, viento, lluvia y yo mirando el panorama  y con ganas de llorar.

De pronto una voz  me hizo estremecer.

-Puedo sentarme a su lado a tomar mí café, la tarde está triste…

A través de mis ojos empañados lo vi.

-Martín ¿cuándo llegaste?

-Recién, la tormenta hizo que  cambiaran mi vuelo…

-Por qué no me avisaste.

-Me sucedieron cosas que ahora no importan, acá estoy…

Olvide la lluvia, el viento golpeando los árboles, en mi corazón había salido el sol.

 



El Ladrón.

      Digámoslo así: las mujeres que hablan, piensan y actúan como usted son raras. -¡OH! –Dijo ella seriamente- no espere que las m...