Manejaba lentamente,
deseaba contemplar cada calle de “Ceibales”, su pueblo de la infancia. Dos o
tres casas nuevas la recibieron en el inicio de la avenida principal, lo
demás estaba igual, el mismo dibujo que guardaba en su memoria.
La fábrica de envases que había sido de su padre. A un costado el municipio
y frente a la capilla; el museo, la
plaza, y bajo el enorme ombú, sobre el que había escalado de pequeña, varios
perros dormían la siesta, apastados contra el piso de tierra. “Ceibales.” El
tiempo había cruzado como una caricia, sin envejecerlo.
Nora Gutiérrez se había
jurado no volver nunca, y ahora la emoción y los recuerdos saltaban desde cada
esquina demostrándole que el tiempo pasa y no borra los buenos momentos.
Al llegar a la que había
sido su casa, se detuvo, y bajó del coche. Lila Bermúdez y Juan, su hijo, la
esperaban en la puerta. Nora saludó a la mujer con un beso, a Juan, apenas le
extendió la mano sin ganas, él la estrechó con fuerza.
Cuando su madre y ella
partieron rumbo a Buenos Aires, su tía Sara quedó en el hogar familiar y Lila
fue su acompañante, su enfermera; su ángel de la guarda. Ahora,
al morir la tía Sara, Nora deseaba desprenderse de todo lo que la unía a
“Ceibales,” comenzaría por vender la propiedad, archivar las remembranzas y
soltar las amarras, camino al olvido.
Diez años atrás, doña
Carmen, su madre, decidió de un día para otro, que debían marcharse a la ciudad, prácticamente la arrastró con ella. La relación entre sus padres no era
buena y en una decisión que Nora nunca entendió; ellas partieron a la capital.
Juan entró con la valija
y le entregó la llave, al hacerlo sus ojos se encontraron, Nora bajo los suyos,
un rencor viejo con olor a fiera enjaulada, no le permitía mirarlo.
Al salir, él se detuvo
en la puerta, allí lo esperaba su madre, se volvió y le dijo:
—En la mesa de la cocina
dejé un papel con mi número de celular.
Sin esperar respuesta se
fue.
Recorrió la casa, estaba
impecable, el olor a pintura flotaba en las habitaciones, colores claros en las
paredes y cortinas nuevas, la habían renovado.
Recordó la mirada de
Juan, directa a sus ojos y se
estremeció.
¿Por qué?
Ya no era la chiquilina que se volvía loca por él.
Nunca iba a olvidar aquella noche en que se quedó esperando, con la mochila cargada y sus sueños flotándole en la piel. Habían
decidido escaparse juntos, lejos del yugo que su madre imponía en su vida. Doña
Carmen no quería a Juan y la volvía loca con prohibiciones de todo tipo. El
plan que habían trazado era demasiado perfecto para salir bien.
Aquel lunes, Nora había
llegado mucho antes de la hora de salida
del micro, y sucedió aquello, que de solo recordarlo, la obligaba a
respirar muy hondo y apretar los párpados para no llorar. Carla Gómez, la
secretaria de su padre en la fábrica de envases, se presentó ante ella para
decirle que estaba embarazada y que Juan
era el padre. Le dijo que hacía más de un año que se veían y que él, había prometido hacerla su esposa. No puede
ser, nosotros nos amamos, le respondió
Nora gritando y llorando. Carla
respondió: ¡Entre la hija del
hombre más rico del pueblo y yo, es
lógico que te elija a vos, niña rica!
No recordaba bien que
sucedió después, a la distancia se le nublan los recuerdos y las palabras
aparecen con guiños de dolor que le atraviesan el pecho y la angustia; volvía a
ser real. Se vio corriendo por las calles, con las palabras de Carla resonando
en su cabeza. Había llegado a su casa
agitada, le ardían los ojos, encontró a su madre que como un poste y con
los brazos cruzados la estaba esperando ni le preguntó: qué le había sucedido, no
por qué lloraba.
Nunca respondió las llamadas de Juan y cuando él
golpeó a su puerta, fue doña Carmen la
que lo despidió con las peores palabras.
Al día siguiente, el
micro para Buenos Aires partió con Nora y su madre. Su padre quedó en el
pueblo.
Luego, la ciudad y el
estudio le dieron un poco de paz, cada tanto, la presencia de su padre removía
el dolor, verlo, era recordar a “Ceibales” y a Juan. Ella no le preguntaba nada
y él nada hablaba del pueblo. El tiempo fue inexorable, se deslizó por sus días
sin un momento de dicha. No hubo amores ni sentimientos que le alegrarán la
vida, ni un recuerdo feliz.
Deseaba terminar lo
antes posible con los trámites de la venta de la casa y regresar a Buenos
Aires.
Al día siguiente,
Juan apareció con unos interesados en la
compre de la casa. Cuando ellos se
fueron, Juan se acercó y le preguntó:
—¿Por qué me miras con
tanto odio?
—Me molesta tu presencia
—respondió sin mirarlo.
—Sin embargo a mí me
alegra verte, sabes que estás muy linda…
Nora enrojeció, las
palabras se le acumularon con rabia.
—Sos un caradura o no
tenés memoria, no te imaginas la angustia que viví por tu culpa, me dejaste
plantada y mandaste a Carla para que me dijera que esperaba un hijo tuyo. ¿Por
qué no me lo dijiste vos?
—Eso no fue verdad, vos
no me dejaste hablar, si hubieras
atendido mis llamadas o recibido
las cartas que te escribí, pero no, eras la niña rica y orgullosa.
Juan hizo un gesto para
irse y se volvió cuando la escuchó decir:
—¿Qué cartas? Nunca me
escribiste…
—Te
las voy a mandar por mi madre, ya que no te gusta mi presencia.
Se fue dejando a Nora
sin palabras.
A la mañana siguiente,
Lila la despertó muy temprano con el
desayuno.
—Lila no es necesario
que hagas esto, yo lo hubiera preparado —le dijo.
—Es un gusto hacerlo, te traje una caja que me dio Juan.
Salió despidiéndose con
una sonrisa.
Nora bebía el té y
miraba la caja, no se animaba a abrirla, cuando al fin tomó coraje, encontró un paquete de cartas cerradas, con el mismo mensaje: ¡No se halló
destinatario! La dirección era correcta, por qué esas cartas no habían llegado
a sus manos. ¿Qué había sucedido?
Las fue abriendo una a
una. Flotaba en la habitación la voz de Juan, suplicaba poder verla, cada frase
la conmovía, le aseguraba que ese niño no era suyo. En un momento ya no pudo
leer más, las lágrimas rodaban por su
cara y llegaban al papel. ¿Quién les había hecho tanto daño?
No cabía duda, fue obra
de su madre. Desde el comienzo de la relación, ella no estuvo de acuerdo. No lo
quería a Juan. Lo que no consiguió con amenazas lo logró con el más vil de los
engaños: el hijo de Carla. Ahora
entendía ciertas situaciones que siempre le parecieron extrañas, por ejemplo
que salieran al día siguiente, su madre había preparado todo con una precisión
increíble y ella en su angustia se dejó manejar como una marioneta.
Tenía que hablar con
Juan. Lo llamó al celular. Quedaron en verse por la tarde, en la confitería de
la plaza.
Llego temprano,
Juan la estaba esperando. Eligieron una mesa al fondo del local, lejos
del bullicio de los grupos adolescentes y de las señoras que se reunían en el
clásico rito del té de la tarde.
Pidieron un café y fue
Juan quien comenzó a hablar.
—Volver a verte,
fue revivir el pasado, aquel amor nuestro, es tan actual para mí,
como en aquellos años.
Nora descubría en las
palabras de Juan sus mismos sentimientos. Pero quería aclarar aquella
situación, aquella confesión de Carla… Por qué lo culpó.
—Juan te ruego que me
expliques, ¿qué fue Carla en tu vida?
Las manos de Juan
tomaron las suyas y mirándola a los ojos le dijo:
—Nada.
—¿Por qué te acusó?
¿Aquel embarazo no fue real?
—Si lo fue, pero yo no
era el padre, nunca tuve relación con ella, trabajábamos en la fábrica y nada
más. Supongo que alguien que no nos quería ver juntos, armó aquella escena.
Juan iba a decir algo
más, pero guardó silencio.
—Sólo mi madre pudo ser
capaz de semejante mentira. ¿Y por qué Carla fue cómplice?
—Hay una trama muy sucia
detrás de todo aquello. Tu madre se fue para evitar la vergüenza de que todo el
pueblo supiera, que su esposo la engañaba con una de sus empleadas y que ella
esperaba un hijo suyo.
Nora abrió los ojos y
sus manos se crisparon en el mantel.
—¿Acaso mi padre y
Carla…?
—Si.
Nora quedó muda, se le
cerraba la garganta y el corazón le latía con fuerza, ahora entendía el desprecio con que su madre
hablaba de “Ceibales” y de su padre. A
Juan todo el amor se le iba por los
ojos, intentaba abrazarla, consolarla al verla sufrir y sólo lograba acariciar
sus manos en un gesto de ternura.
—Tu madre ha sido una
autentica malvada —dijo Juan— fui a Buenos Aires buscarte, no sólo me echó de la casa, también me denunció por
acoso, pasé unos días preso…—Juan reía al recordar—todo eso ya pasó.
Nora se puso de pie, la
furia le brotaba en los ojos.
—No puedo creer que mi
madre haya sido capaz de tanta maldad, por favor salgamos de aquí, quiero
caminar, tomar aire, me estoy ahogando.
Salieron. La avenida
terminaba en un sendero que bordeaba el río. Iban en silencio, en un momento, Nora
se aferró al brazo de Juan y caminaron muy juntos. Al llegar al puentecito de
madera que tantas veces los había visto besarse, se detuvieron. Se sentaron en
un escalón y quedaron abrazados.
Nora rompió a llorar no
pudo contener la angustia.
—Por favor Nora no
quiero verte así, aquello es el pasado no sufras por cosas viejas.
—Cuánta vida nos
robaron. Mi madre una fabuladora, mi padre un mentiroso que guardó
silencio a pesar de verme sufrir.
De pronto Nora preguntó:
—¿Carla vive en el
pueblo?
—Sí. En una casita a dos cuadras de aquí.
—Quiero hablar con ella.
Regresaron por el
sendero y cruzaron hasta la casa de
Carla.
—Quiero entrar sola, por
favor…
—Te espero en el
puentecito.
Juan se alejó, caminaba
con las manos en los bolsillos y la cabeza baja.
Carla abrió la puerta,
la reconoció y preguntó burlona:
—¿A qué debo el honor…?
Se plantó frente a Nora
con los brazos cruzados y con un gesto desafiante en los ojos.
—Necesito hablar con vos
y aclarar viejas historias —la voz de
Nora temblaba.
Carla se hizo a un lado,
abrió el bajo portón y le dijo:
—Adelante.
En la primera habitación
de la casa, una niña sentada en el piso, escribía sobre una mesa ratona. Carla
siguió de largo y entraron en una cocina. Se sentaron. Carla no había cambiado
su gesto hosco. Preguntó:
—¿Qué querés de mí?
—¿Saber por qué mentiste aquella noche y quién te mandó?
Nora sabía muy bien
quién la había sido la promotora del
engaño, pero quería escucharlo de labios de Carla.
—Fue tu madre, quería
sacarte de “Ceibales”, me ofreció una cantidad de dinero muy importante para
que te dijera que Juan era mi amante, y para que yo guardara silencio en el
pueblo sobre la verdad.
—¿Qué verdad?
—Que el señor Gutiérrez
es el padre de mi hija —dijo bajando la voz.
La cara de Carla había
cambiado de color, estaba roja. Puso la pava al fuego y preparó las tazas para hacer café.
—Doña Carmen se enteró
por una amiga mía, que al igual que una chismosa vulgar, le dijo, lo que yo en
un momento de angustia le había
confesado: que mi hijo era de don Octavio Gutiérrez.
Vertió el café y acercó
las tazas, luego las cucharitas y el azúcar. Se sentó frente a Nora. Ya no era
la mujer desafiante de unos minutos atrás.
—Tu padre me ofreció
dinero para que abortara, tu madre hizo lo mismo, para que me fuera del pueblo.
Acepté el dinero de los dos y me fui lejos. Nació mi niña, sana, hermosa. Con
el dinero que me sobornaron, abrí un
taller de costura, me fue muy bien. Años después, cuando me enteré que tu padre
había fallecido; regresé, hoy tengo un trabajo digno, me va muy bien. ¿Qué más
necesitas saber?
Bebía el café y miraba a
Nora esperando sus palabras.
—¿La nena sabe que tiene
una media hermana?
—No. No me interesa que
se entere.
Su voz sonó cortante,
volvió al gesto ceñudo.
Nora se puso de pie y
preguntó:
—¿Nunca imaginaste el
daño que me hiciste con esa mentira?
—¿Y el daño que me
hicieron a mí? Tu padre me prometió el cielo y me arrojó al infierno…
Nora no respondió, al
fin, Carla también fue una víctima de sus padres. Al salir y pasar cerca de la
nena, preguntó:
—¿Cómo se llama tu hija?
La pequeña respondió:
—Marina Gutiérrez ¿y vos?
—Nora, Nora Gutiérrez.
La niña sonrió
inocentemente.
—Qué casualidad tenemos
el mismo apellido.
Nora se emocionó con el comentario, agitó su mano
en señal de saludo y se fue. Al menos su padre tuvo un gesto de decencia al
reconocer a su hija. Carla no la acompañó hasta la calle, quedó bajo el dintel
de la puerta mirándola alejarse.
Juan la estaba esperando
junto al puente, se sentaron en uno de los escalones, ninguno de los dos
hablaba. La brisa agitaba los sauces y el canto lejano de una calandria los
volvió a la realidad.
—¿Qué vas a hacer Nora?
—No sé, quiero volver a
Buenos Aires y “Ceibales” parece
llamarme.
—Yo no te he olvidado.
Nora se estremeció, Juan
había sido su único amor y ahora al volver a encontrarlo aquella locura juvenil
volvía a agitar su corazón.
—Nos quebraron los
sueños Juan.
—Aún estamos a tiempo,
no quiero forzarte, pero te juro que no volví a amar con la intensidad que te
amé.
Nora no respondió, se
abrazó a Juan y quedaron en silencio mientras la tarde caía en el horizonte y
el cielo se pintaba de un gris rosado. El viento que llegaba del río los
estremeció, regresaron al pueblo y en la plaza se separaron. Juan quedó
mirándola alejarse, ella se volvió y corrió a sus brazos.
—No me voy Juan, me
quedó en “Ceibales”.
—¿Y tu madre, tu
trabajo?
—No quiero ver a mi
madre, al menos por un tiempo, hasta que mis ideas y mi angustia olviden el mal
que nos hizo ¿y el trabajo…? una abogada puede trabajar en cualquier ciudad…
Algunas vecinas del pueblo
detuvieron su andar para mirar a la pareja que se besaba como si estuvieran
solos en el mundo.