domingo

El cuarto cerrado.


 


Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planchadora y las señoras de la limpieza, agregado a todo eso, el misterio que la dueña de casa, la señora Olga, había creado con uno de los cuartos del piso superior. Nadie podía entrar allí ¿el motivo?

Nadie lo sabía y ella no lo aclaraba. Las historias que el personal tejía sobre esa habitación, me provocaban risa, cada uno inventaba ruidos, voces y sonido de cadenas que solo figuraban en su imaginación. Claro, también yo estaba intrigada y muchas veces pensé en abrir ese cuarto, sabia, dónde la señora Olga guardaba la llave, entrar y ser descubierta, sería perder mi trabajo y eso no me convenía.

Una tarde,  una fuerte tormenta, había oscurecido el cielo y el viento golpeaba con furia los cristales, subí a cerrar la ventana del pasillo y noté una luz  por debajo de la puerta de la misteriosa habitación, ese reflejo mostraba la sombra de pasos que se movían, la sorpresa me dejo inmóvil, temblaba; en la casa a esa hora solo estaba yo, la señora Olga no había regresado del trabajo, faltaba cerca de una hora para su llegada, me hice de coraje, fui a buscar la llave y abrí,  un aire frío flotaba en el ambiente, me estremecí, recorrí el cuarto, no había ventanas ¿de dónde se proyectaba la luz que vi bajo la puerta?   Nada extraño descubrí, solo una cómoda con un extraño jarrón japones, un escritorio, una netbook abierta y escrito en su pantalla: “No seas curiosa Martina.” No tuve dudas de que ese mensaje era para mí, retrocedí turbada y al hacerlo, tropecé con la cómoda, el jarrón se inclinó, lo sostuve y allí descubrí que no era un jarrón, era una urna mortuoria, el miedo del primer momento se transformó en espanto, los pasos que advertí bajo la puerta… ¿pertenecían a un fantasma? Gruesas gotas de transpiración bajaron por mi nuca y se deslizaron por mi espalda, se nubló mi vista y una risa que parecía salir de las paredes aumentó mi terror, salí, cerré con llave y bajé corriendo las escaleras al momento que la señora Olga entraba, escondí la llave en mi bolsillo.

- ¿Qué le sucede Martina está blanca como un papel? -dijo mirándome sorprendida- parece que ha visto un fantasma…

No respondí. ¿Qué le iba a decir? Me callé el espanto y cerré mi boca y según me dijo la señora Olga, sonreí como una tonta antes de desmayarme y caer redonda al piso.




martes

El puñal.


 

 

 

 

Cada vez que veía a su esposo  afilando el puñal, Carla se estremecía. José lo cuidaba como a una joya. Había pertenecido a don Clemencio Paredes, padrino de José, un transa de los bajos fondos, famoso por ser un asesino a sueldo, a quien  su esposo respetaba y recordaba con admiración.

Hoy, Carla notaba algo extraño flotando en el aire, José  silbaba bajito y la observaba de reojo, advertía un mensaje  en su  mirada, que no lograba definir y que la inquietaba, por momentos levantaba el puñal y el brillo del sol que entraba por la ventana se reflejaba en la hoja y eso lo hacía sonreír. Una vez terminada su tarea, José guardó el puñal en su caja y se preparó para ir a su trabajo, con un beso frío le dijo hasta luego y se fue. José era guardia  nocturno en un establecimiento del puerto.

 

A la media noche un suave golpe en la ventana le dio el aviso, Luis había llegado. Hacia un año que se veían a escondidas, ella encontró en su amante la pasión y la ternura que  su esposo le negaba.  Abrió la puerta, lo hizo pasar y sin preámbulos fueron a la cama.

Pasadas las cuatro de la mañana, Luis se fue, lo acompaño hasta la puerta, la noche era oscura, solo una luz  bañaba la esquina en un círculo amarillento, lo vio detenerse y encender un cigarro, ella  se estremeció de frío y entró a su casa.

Por la mañana José la despertó con un café, sonreía, era raro en él, siempre tan serio y como al pasar le dijo:

—Anoche mataron a un hombre en la esquina, cuando llegué estaba la policía, me preguntaron si lo conocía, lo miré y les dije que no, era un tipo moreno, tenía una cicatriz en la cara y no llevaba documentos.

La taza tembló en las manos de Carla, la dejó en la mesa de luz y fue al baño, se apoyó en la puerta, temblaba y lloraba, estaba segura que el  hombre asesinado era Luis.

Durante todo el día caminó como una sonámbula, José sonreía y silbaba, la miraba burlón, pero nada preguntaba. Cada tanto ella se sentaba, las piernas no le respondían, parecían de plomo. Contenía el llanto y eso era lo peor, no poder desahogar la angustia que le apretaba la garganta y la sumía en un estado de desazón terrible.

Apenas José partió a su trabajo, fue a buscar la caja con el puñal, como imaginaba, estaba vacía, rompió a llorar y sin darse cuenta fue resbalando hasta quedar sentada en el piso, perdió noción del tiempo, quedó en un duermevela que la alejo de la realidad. De pronto un suave golpe la despertó, se levanto tambaleando, vio en la ventana la sonrisa de Luis que la saludaba, abrió la puerta, lo miró asombrada y se abrazó a él entre gritos de alegría y llanto, lo beso hasta ahogarlo, acarició el moreno rostro amado, beso la cicatriz que cruzaba su mejilla y mientras lo hacía se preguntó:

—¿A quién había matado José anoche?

 

 

lunes

Renovar sueños

 


 


Manejaba lentamente, deseaba contemplar cada calle de “Ceibales”, su pueblo de la infancia. Dos o tres casas nuevas la recibieron en el inicio de la avenida principal, lo demás  estaba igual,  el mismo dibujo que guardaba en su memoria. La fábrica de envases que había sido de su padre. A un costado el municipio y  frente a la capilla; el museo, la plaza, y bajo el enorme ombú, sobre el que había escalado de pequeña, varios perros dormían la siesta, apastados contra el piso de tierra. “Ceibales.” El tiempo había cruzado como una caricia, sin envejecerlo.

Nora Gutiérrez se había jurado no volver nunca, y ahora la emoción y los recuerdos saltaban desde cada esquina demostrándole que el tiempo pasa y no borra los buenos momentos.

Al llegar a la que había sido su casa, se detuvo, y bajó del coche. Lila Bermúdez y Juan, su hijo, la esperaban en la puerta. Nora saludó a la mujer con un beso, a Juan, apenas le extendió la mano sin ganas, él la estrechó con fuerza.

Cuando su madre y ella partieron rumbo a Buenos Aires, su tía Sara quedó en el hogar familiar y Lila fue su acompañante, su enfermera; su ángel de la guarda.   Ahora,  al morir la tía Sara, Nora deseaba desprenderse de todo lo que la unía a “Ceibales,” comenzaría por vender la propiedad, archivar las remembranzas y soltar las amarras, camino al olvido.

 

Diez años atrás, doña Carmen, su madre, decidió de un día para otro, que debían marcharse a  la ciudad, prácticamente la arrastró  con ella. La relación entre sus padres no era buena y en una decisión que Nora nunca entendió; ellas partieron a la capital.

 

Juan entró con la valija y le entregó la llave, al hacerlo sus ojos se encontraron, Nora bajo los suyos, un rencor viejo con olor a fiera enjaulada, no le permitía mirarlo.

Al salir, él se detuvo en la puerta, allí lo esperaba su madre, se volvió y le dijo:

—En la mesa de la cocina dejé un papel con  mi número de celular.

Sin esperar respuesta se fue.

Recorrió la casa, estaba impecable, el olor a pintura flotaba en las habitaciones, colores claros en las paredes y cortinas nuevas, la habían renovado.

Recordó la mirada de Juan, directa a sus  ojos y se estremeció.

¿Por qué?

Ya no  era la chiquilina que se volvía loca por él. Nunca iba a olvidar aquella noche en que se quedó esperando, con la mochila cargada  y sus sueños flotándole en la piel. Habían decidido escaparse juntos, lejos del yugo que su madre imponía en su vida. Doña Carmen no quería a Juan y la volvía loca con prohibiciones de todo tipo. El plan que habían trazado era demasiado perfecto para salir bien.

Aquel lunes, Nora había llegado mucho antes de la hora de salida  del micro, y sucedió aquello, que de solo recordarlo, la obligaba a respirar muy hondo y apretar los párpados para no llorar. Carla Gómez, la secretaria de su padre en la fábrica de envases, se presentó ante ella para decirle que estaba embarazada  y que Juan era el padre. Le dijo que hacía más de un año que se veían y que él,  había prometido hacerla su esposa. No puede ser, nosotros nos amamos,  le respondió Nora gritando y llorando. Carla  respondió: ¡Entre  la hija del hombre más rico del  pueblo y yo, es lógico que te elija a vos, niña rica!

No recordaba bien que sucedió después,  a la distancia  se le nublan los recuerdos y las palabras aparecen con guiños de dolor que le atraviesan el pecho y la angustia; volvía a ser real. Se vio corriendo por las calles, con las palabras de Carla resonando en su cabeza. Había llegado a su casa  agitada, le ardían los ojos, encontró a su madre que como un poste y con los brazos cruzados la estaba esperando ni le preguntó: qué le había sucedido, no por qué lloraba.

Nunca  respondió las llamadas de Juan y cuando él golpeó  a su puerta, fue doña Carmen la que lo despidió con las peores palabras.

Al día siguiente, el micro para Buenos Aires partió con Nora y su madre. Su padre quedó en el pueblo.

 

Luego, la ciudad y el estudio le dieron un poco de paz, cada tanto, la presencia de su padre removía el dolor, verlo, era recordar a “Ceibales” y a Juan. Ella no le preguntaba nada y él nada hablaba del pueblo. El tiempo fue inexorable, se deslizó por sus días sin un momento de dicha. No hubo amores ni sentimientos que le alegrarán la vida, ni un  recuerdo feliz.

 

Deseaba terminar lo antes posible con los trámites de la venta de la casa y regresar a Buenos Aires. 

Al día siguiente, Juan  apareció con unos interesados en la compre de la   casa. Cuando ellos se fueron, Juan se acercó y le preguntó:

—¿Por qué me miras con tanto odio?

—Me molesta tu presencia —respondió sin mirarlo.

—Sin embargo a mí me alegra verte, sabes que estás muy linda…

Nora enrojeció, las palabras se le acumularon con rabia.

—Sos un caradura o no tenés memoria, no te imaginas la angustia que viví por tu culpa, me dejaste plantada y mandaste a Carla para que me dijera que esperaba un hijo tuyo. ¿Por qué no me lo dijiste vos?

—Eso no fue verdad, vos no me dejaste hablar, si hubieras  atendido mis  llamadas o recibido las cartas que te escribí, pero no, eras la niña rica y orgullosa.

Juan hizo un gesto para irse y se volvió cuando la escuchó decir:

—¿Qué cartas? Nunca me escribiste…

—Te las voy a mandar por mi madre, ya que no te gusta mi presencia.

Se fue dejando a Nora sin palabras.

 

A la mañana siguiente, Lila la despertó muy temprano con  el desayuno.

—Lila no es necesario que hagas esto, yo lo hubiera preparado —le dijo.

—Es un gusto  hacerlo, te traje una caja que me dio Juan.

Salió despidiéndose con una sonrisa.

Nora bebía el té y miraba la caja, no se animaba a abrirla, cuando al fin tomó coraje,  encontró un paquete de cartas cerradas,  con el mismo mensaje: ¡No se halló destinatario! La dirección era correcta, por qué esas cartas no habían llegado a sus manos. ¿Qué había sucedido?

Las fue abriendo una a una. Flotaba en la habitación la voz de Juan, suplicaba poder verla, cada frase la conmovía, le aseguraba que ese niño no era suyo. En un momento ya no pudo leer más, las lágrimas  rodaban por su cara y llegaban al papel. ¿Quién les había hecho tanto daño?

No cabía duda, fue obra de su madre. Desde el comienzo de la relación, ella no estuvo de acuerdo. No lo quería a Juan. Lo que no consiguió con amenazas lo logró con el más vil de los engaños: el hijo de Carla.  Ahora entendía ciertas situaciones que siempre le parecieron extrañas, por ejemplo que salieran al día siguiente, su madre había preparado todo con una precisión increíble y ella en su angustia se dejó manejar como una marioneta.

Tenía que hablar con Juan. Lo llamó al celular. Quedaron en verse por la tarde, en la confitería de la plaza.

Llego temprano, Juan  la estaba esperando.  Eligieron una mesa al fondo del local, lejos del bullicio de los grupos adolescentes y de las señoras que se reunían en el clásico rito del té de la tarde.

Pidieron un café y fue Juan quien comenzó a hablar.

—Volver a verte, fue  revivir el pasado,  aquel amor nuestro, es tan actual para mí, como en aquellos años.

Nora descubría en las palabras de Juan sus mismos sentimientos. Pero quería aclarar aquella situación, aquella confesión de Carla… Por qué lo culpó.

—Juan te ruego que me expliques, ¿qué fue Carla en tu vida?

Las manos de Juan tomaron las suyas y mirándola a los ojos le dijo:

—Nada.

—¿Por qué te acusó? ¿Aquel embarazo no fue real?

—Si lo fue, pero yo no era el padre, nunca tuve relación con ella, trabajábamos en la fábrica y nada más. Supongo que alguien que no nos quería ver juntos, armó aquella escena.

Juan iba a decir algo más, pero guardó silencio.

—Sólo mi madre pudo ser capaz de semejante mentira. ¿Y por qué Carla fue cómplice?

—Hay una trama muy sucia detrás de todo aquello. Tu madre se fue para evitar la vergüenza de que todo el pueblo supiera, que su esposo la engañaba con una de sus empleadas y que ella esperaba un hijo suyo.

Nora abrió los ojos y sus manos se crisparon en el mantel.

—¿Acaso mi padre y Carla…?

—Si.

Nora quedó muda, se le cerraba la garganta y el corazón le latía con fuerza,  ahora entendía el desprecio con que su madre hablaba  de “Ceibales” y de su padre. A Juan todo el amor  se le iba por los ojos, intentaba abrazarla, consolarla al verla sufrir y sólo lograba acariciar sus manos en un gesto de ternura.

—Tu madre ha sido una autentica malvada —dijo Juan— fui a Buenos Aires buscarte, no sólo me  echó de la casa, también me denunció por acoso, pasé unos días preso…—Juan reía al recordar—todo eso ya pasó.

Nora se puso de pie, la furia le brotaba en los ojos.

—No puedo creer que mi madre haya sido capaz de tanta maldad, por favor salgamos de aquí, quiero caminar, tomar aire, me estoy ahogando.

Salieron. La avenida terminaba en un sendero que bordeaba el río. Iban en silencio, en un momento, Nora se aferró al brazo de Juan y caminaron muy juntos. Al llegar al puentecito de madera que tantas veces los había visto besarse, se detuvieron. Se sentaron en un escalón y quedaron abrazados.

Nora rompió a llorar no pudo contener la angustia.

—Por favor Nora no quiero verte así, aquello es el pasado no sufras por cosas viejas.

—Cuánta vida nos robaron. Mi madre una fabuladora, mi padre un mentiroso que guardó silencio  a pesar de verme sufrir.

De pronto Nora preguntó:

—¿Carla vive en el pueblo?

—Sí. En una casita  a dos cuadras de aquí.

—Quiero hablar con ella.

Regresaron por el sendero  y cruzaron hasta la casa de Carla.

—Quiero entrar sola, por favor…

—Te espero en el puentecito.

Juan se alejó, caminaba con las manos en los bolsillos y la cabeza baja.

Carla abrió la puerta, la reconoció y preguntó burlona:

—¿A qué  debo el honor…?

Se plantó frente a Nora con los brazos cruzados y con un gesto desafiante en los ojos.

—Necesito hablar con vos y aclarar viejas historias —la voz de  Nora temblaba.

Carla se hizo a un lado, abrió el bajo portón y le dijo:

—Adelante.

En la primera habitación de la casa, una niña sentada en el piso, escribía sobre una mesa ratona. Carla siguió de largo y entraron en una cocina. Se sentaron. Carla no había cambiado su gesto hosco. Preguntó:                                                  

—¿Qué querés de mí?

—¿Saber por qué  mentiste aquella noche y quién te mandó?

Nora sabía muy bien quién la había  sido la promotora del engaño, pero quería escucharlo de labios de Carla.

—Fue tu madre, quería sacarte de “Ceibales”, me ofreció una cantidad de dinero muy importante para que te dijera que Juan era mi amante, y para que yo guardara silencio en el pueblo sobre la verdad.

—¿Qué verdad?

—Que el señor Gutiérrez es el padre de mi hija —dijo bajando la voz.

La cara de Carla había cambiado de color, estaba roja. Puso la pava al fuego y preparó  las tazas para hacer  café.

—Doña Carmen se enteró por una amiga mía, que al igual que una chismosa vulgar, le dijo, lo que yo en un momento de angustia le había  confesado: que  mi  hijo era de don Octavio Gutiérrez.

Vertió el café y acercó las tazas, luego las cucharitas y el azúcar. Se sentó frente a Nora. Ya no era la mujer desafiante de unos minutos atrás.

—Tu padre me ofreció dinero para que abortara, tu madre hizo lo mismo, para que me fuera del pueblo. Acepté el dinero de los dos y me fui lejos. Nació mi niña, sana, hermosa. Con el dinero que me sobornaron, abrí  un taller de costura, me fue muy bien. Años después, cuando me enteré que tu padre había fallecido; regresé, hoy tengo un trabajo digno, me va muy bien. ¿Qué más necesitas saber?

Bebía el café y miraba a Nora esperando sus palabras.

—¿La nena sabe que tiene una media hermana?

—No. No me interesa que se entere.

Su voz sonó cortante, volvió al gesto ceñudo.

Nora se puso de pie y preguntó:

—¿Nunca imaginaste el daño que me hiciste con esa mentira?

—¿Y el daño que me hicieron a mí? Tu padre me prometió el cielo y me arrojó al infierno…

Nora no respondió, al fin, Carla también fue una víctima de sus padres. Al salir y pasar cerca de la nena, preguntó:

—¿Cómo se llama tu hija?

La pequeña respondió:

—Marina  Gutiérrez ¿y vos?

—Nora, Nora Gutiérrez.

La niña sonrió inocentemente.

—Qué casualidad tenemos el mismo apellido.

Nora  se emocionó con el comentario, agitó su mano en señal de saludo y se fue. Al menos su padre tuvo un gesto de decencia al reconocer a su hija. Carla no la acompañó hasta la calle, quedó bajo el dintel de la puerta mirándola alejarse.

 

Juan la estaba esperando junto al puente, se sentaron en uno de los escalones, ninguno de los dos hablaba. La brisa agitaba los sauces y el canto lejano de una calandria los volvió a la realidad.

—¿Qué vas a hacer Nora?

—No sé, quiero volver a Buenos Aires y  “Ceibales” parece llamarme.

—Yo no te he olvidado.

Nora se estremeció, Juan había sido su único amor y ahora al volver a encontrarlo aquella locura juvenil volvía a agitar su corazón.

—Nos quebraron los sueños Juan.

—Aún estamos a tiempo, no quiero forzarte, pero te juro que no volví a amar con la intensidad que te amé.

Nora no respondió, se abrazó a Juan y quedaron en silencio mientras la tarde caía en el horizonte y el cielo se pintaba de un gris rosado. El viento que llegaba del río los estremeció, regresaron al pueblo y en la plaza se separaron. Juan quedó mirándola alejarse, ella se volvió y corrió a sus brazos.

—No me voy Juan, me quedó en “Ceibales”.

—¿Y tu madre, tu trabajo?

—No quiero ver a mi madre, al menos por un tiempo, hasta que mis ideas y mi angustia olviden el mal que nos hizo ¿y el trabajo…? una abogada puede trabajar en cualquier ciudad…

Algunas vecinas del pueblo detuvieron su andar para mirar a la pareja que se besaba como si estuvieran solos en el mundo.

 

 

 

 

 

 

 

miércoles

La gata Titina.


 

-Mi gata es muy mimosa, está esperando que la acaricies- dijo, mientras se acercaba.

-No me gustan los gatos -respondí, alejándome.

-Mi gatita Titina es muy amable -exclamó sonriente.

-Estás loca -dije furiosa- entre tus brazos, sólo hay un trozo de tela de lana, la gata está en tú imaginación.

-La demente eres tú, mi gata es tan real como yo, ahora mismo está maullando de tristeza por tu desprecio, entiende  y es muy sensible…

Acariciaba el trapo y le hablaba en voz baja con ternura y lloraba por el desprecio que según ella le había proferido a su gata Titina, de pronto se acercó muy enojada y me dijo:

-Eres mala, Titina está ofendida con tus palabras, me trataste de loca y a ella la ignoraste.

Hizo un gesto de furia y me arrojo el trapo sobre mi brazo.

 

Luego de cerrar con llave la puerta de entrada, la vi alejarse desde el ventanal de mi casa, mientras me curaba los arañazos y mordiscones de mi brazo.



Hasta pronto...


 Sean felices. Por un tiempo me tomaré un descanso.

Les deseo lo mejor, bendiciones para todos.

Maria Rosa.

viernes

Ella esperaba.


 


 

 

Ella esperaba.

A pesar de los años, ya olvidó cuantos, ella soñaba con el regreso de su amor.

Pasaban los inviernos y las manos se le helaban, se fueron arrugando, junto con sus sueños, pero ella esperaba.

Las primaveras llegaban con su tibieza y ella se vestía con colores alegres esperando.

Los otoños traían brisas que elevaban las hojas y las hacían jugar en su pelo y ella esperaba.

El verano la llevaba al río, la bañaba de luz en los largos días de calor y ella esperaba.

Las amigas se casaron y tuvieron hijos. Sus padres partieron al país de los sueños perdidos y ella seguía fiel a su amor.

Cuidaba los rosales, las azaleas y los jazmines, ellos seguían a su lado para regarle sus flores y perfumes.

Hasta que un día, él regresó.

Traía una rosa roja y masitas, igual que en los dorados domingos de la juventud y ella lo abrazó y lo besó como aquella primera vez. Espero que él le dijera por qué había tardado tanto, pero él, habló de su andar por el mundo y lo hermoso que había sido pasar de un país a otro y conocer sus bellezas, sus éxitos y su felicidad.

Rieron felices, ella preparó el café y él acomodó en un plato las masitas.

Esa noche se amaron, con la misma fiebre de la juventud.

Al despertar él la esperaba, es hora de preparar el café, le dijo. Ella sonrió. ¿No lo preparaste vos?

Él se encogió de hombros y tomó asiento esperando.

Ella se acercó cariñosa, lo tomó del brazo y lo acompañó hasta la puerta de calle. Lo besó con ternura, esta vez, sin pasión. Gracias, le dijo, se terminó el romance. Él abrió los ojos como monedas enormes, sin entender. Cuando le cerró la puerta en las narices, recién comprendió.

Ella sonrió y ya no esperó más.

 

 

miércoles

El murmullo del tiempo.


 

 

Era un canto que no lograba identificar, un murmullo, y no sabía desde dónde llegaba, daba la sensación que brotaba de las paredes. Di vueltas por la casa y en todas las habitaciones vacías, lo escuchaba.

Me pregunté si me estaba volviendo loca.

Regresaron a mi memoria las palabras de mi padre: “El pasado es como un pozo negro, si te acercas demasiado te puede absorber”. Intenté salir y al hacerlo la casa comenzó a cobrar vida, las paredes se cubrieron de cuadros, en la cocina, la mesa y las sillas, los muebles y ese olor  a vainilla de las tortas de mi madre, todo regreso y fue nuevo.

En el parque que rodea la casa, los arbustos habían cubierto parte del césped, la variedad de verde era un llamado a tenderse sobre él y cerrar los ojos en un descanso eterno, sobre una de las paredes la enredadera de un jazmín del país florecía  en ramilletes blancos que perfumaban el aire,  me sentí abrazada por esa naturaleza que había crecido sin que nadie cuidara de ella.

¿Qué intentaba la casa?

¿Convencerme de que debía quedarme allí?

Abrí la puerta, salí y mientras cruzaba el jardín, el murmullo creció, identifiqué las voces de mis hermanas cantando aquella vieja canción de nuestra infancia. Era verdad, el pozo negro  intentaba absorberme, cerré la puerta de calle, le puse doble llave y desde la vereda vi que el cartel de venta de la casa, relucía bajo el sol con reflejos que caían sobre él y se elevaban como los rayos de un abanico.

Con lágrimas, dije adiós al ayer, mientras me alejaba, las voces se fueron perdiendo en la tarde, no quise mirar atrás, ya nada quedaba, solo una casa y sus fantasmas. Apuré el paso, el mundo real me estaba esperando.




Cuento reeditado.

El cuarto cerrado.

  Me molestaba tanto secreto. Mi trabajo como gobernanta de esa enorme casa desgastaba mis nervios, debía luchar con la cocinera, la planc...