Solía contar mi abuela algunas
historias de las mujeres que llegaban a la
Argentina en busca de trabajo, allá por la década del treinta o el cuarenta. Arribaban al
puerto de Buenos Aires, a la aventura, algunas tenían parientes, otras no, la
necesidad las hacía soñar con un mundo nuevo.
Y según me contaba, las
señoras ricas esperaban a las recién llegadas en el puerto, (no venían en avión)
y elegían a las gallegas, las esperaban como a joyas, se las sabía decentes y
trabajadoras. Entre las empleadoras había de todo, las que se abusaban de la
necesidad ajena y la hacían trabajar sin un día de descanso y las que las
ayudaban a formarse, las enviaban a la escuela (muchas no sabían leer ni
escribir) y las cuidaban como a hijas. Mi abuela tuvo la suerte de las últimas,
y aunque la esperaba una tía, no venía con una reserva de trabajo.
Pronto halló una
familia que la contrató.
Solía contar que las patronas
se peleaban por ella, si una le pagaba 10 $, otra le ofrecía 15$, admiraban su prolijidad
y minuciosidad de trabajo.
—Abuela ¿por qué
trabajabas tanto? —le preguntaba en esas tardes en que ella tejía o planchaba y
yo sentada en el piso, la escuchaba.
—Limpiar casas no es trabajar —respondía—trabajar era lo que hacía en la Coruña, cortaba leña,
amasaba el pan, cuidaba mis hermanos menores, eso era trabajo.
El padre de la abuela había
muerto muy joven, así que ella y su madre quedaron a cargo de los hermanos pequeños y un negocio de venta de pan.
Salir adelante, significaba que el trabajo que antes hacía el hombre,
ahora, lo hacían la madre y la hija mayor de apenas doce años.
Mi abuela era una
narradora extraordinaria. Las historias de su pueblo solía contarlas con tal efusividad
que yo la escuchaba absorta.
Me encantaba hurgar en
su álbum de fotos. Era un libraco enorme con tapas marrones y guardaba caras de
primos, tíos, seres con historia, que ella sabía relatar y yo escuchaba
embelesada.
—Abuela ¿quién es? —le
preguntaba señalando algún rostro que me miraba desde su cartón color sepia.
De algunos familiares conocía
sus vidas de memoria, pero siempre volvía a preguntar, me gustaba oírlas de
nuevo en su voz. Allí estaban todos, él
que murió en la guerra civil, el que se fue a trabajar a Alemania y nunca más
se supo de él y las primas, una que se casó con un ricachón y se fue lejos y
las que quedaron trabajando en el pueblo con sus esposos, hombro a hombro y de
sol a sol.
Aunque siempre relataba
sobre la plaza del pueblo, la fuente de agua y las historias de sus vecinos,
nunca regresó a España. Creo que la idea de ver el lugar cambiado a lo que
había conocido le producía tristeza. Ella sabía por las cartas de sus primas
que aquel terruño amado y sencillo sólo vivía en su memoria, el progreso había
cambiado todo.






