A don
Juan de Dios Souza no le ha sido fácil llegar a los sesenta años, viviendo solo
en ese rincón perdido de la provincia de Mendoza, donde tres
casas y restos de un pueblo perdido imitan el fin del mundo.
Tres
casas con la propia incluida. En una de
ellas vive Roque. Quien fuera sacerdote
en el sur, allá por Cañadón Seco y que renunció a sus votos por una mujer;
convivir con ella fue difícil y ahora prefiere la soledad, el frío y las montañas
mendocinas. Cada viernes, Roque va a
San Rafael a comerciar su cosecha y la de Juan de Dios, frutas y verduras que
varían según la estación. Un mísero cobro que apenas les alcanza para adquirir
los alimentos que reparten al regresar. Es el día que se encuentran y conversan,
luego cada uno se repliega en su mundo. En
la tercera casa, habita el silencio, la dueña falleció y nadie la ocupa desde entonces.
Juan de
Dios cree que lejos de la ciudad desvía el
miedo, ese que anida en su conciencia. No quiere pensar en él. Después de tantos años lo ha domesticado. Sin
diarios, ni libros, ni visitas que cuenten historias, él existe más o menos en
paz. Es que hay días en los que le
parece escuchar voces, sabe que es su
imaginación y se pregunta si terminará loco como su padre.
El viento
Zonda cuando llega, gime y arrasa todo lo que encuentra, trae gritos que lo
perturban, Juan de Dios los reconoce, no los ha olvidado. ¿Cuántos años pasaron?
Veinte o
más, la memoria suele ser algo anacrónico, pero en el viento están ellos,
prendidos como abrojos. De dónde llega el muy maldito, si aquello sucedió en el sur
del Río Negro. ¿Cómo es posible que el viento los guarde memoria y la deje en
sus oidos cada vez que pasa?
Fue cerca del arroyo Los Berros, en ese tiempo
era tierra de nadie y el descubrió que los muchachitos, dos pobres mapuches, habían
hallado oro.
Los muy
tontos cambiaron las pepitas en el pueblo y la noticia corrió ligera entre los
vecinos. Más rápido fue él que los siguió y les exigió que le dijeran de dónde
las sacaban, no hablaron, estaban asustados. Lo reconocieron y se vio en la obligación
de matarlos. Habían recibido una bala
cada uno y el arma se le trabó y los muy hijos de perra aullaban suplicando
piedad,
No
querían morir. Se arrastraron buscando
ayuda y los descubrió. Los ató a un lapacho y los dejó abandonados a su suerte.
Les arrancó la bolsa de oro y se fue. Después de varios meses llegó a Mendoza.
De a poco
se fue habituando a esta nueva realidad que trae el zonda, en el último
invierno ya no fueron gritos, fueron voces que lo nombraban y se reían.
¿De qué le sirvió el oro?
Nunca lo
vendió por miedo. Las pepitas siguen en la misma bolsa y escondidas bajo las
tablas del piso de la pieza.
Cuando
llega el viento, él los reconoce, son ellos, los mapuches. Juan de Dios corre a su cuarto y ve que las
maderas del piso se mueven, dan la sensación de que quieren levantarse, nadie
las toca y él sabe que es su imaginación, pero las ve moverse, las oye crujir y
se estremece. Pasa el Zonda y el silencio vuelve a ser su compañía.
El viernes
don Roque fue al pueblo y no regresó. Pasaron los días y nadie ha llegado para
avisar qué le ha sucedido al viejo cura, sólo el viento Zonda lo visita, con su
queja de aullidos y gemidos.
Las
paredes de la casa tiemblan, en la puerta se escuchan golpes. Juan de Dios sabe
que son los muchachos que vienen a buscar su oro.
Afuera el
Zonda ha enloquecido, arranca los árboles de cuajo y vuela la tranquera. Desde
la ventana ve chapas y arbustos que
pasan ondulando en el aire. El viejo se
esconde detrás de unos muebles. Una tabla cae sobre sus piernas y queda preso.
Al amanecer
el viento calmó su furia, pero no se va. Al fin logra quitar el peso y se
arrastra tratando de salir. En la pieza, el piso fue levantado y la bolsa con
el oro no está. Juan de Dios busca, nada
ha quedado en pie. La casa se va desarmando, una viga cae a su costado, debe
alejarse antes que las paredes lo aplasten.
Sólo le
interesa encontrar su oro. No está. El zonda se lo ha llevado. Intenta salir y
esta vez otra tabla cae sobre su espalda, ahora sí que será imposible moverse.
Tal vez, don Roque regrese y lo ayude. Don Roque ha quedado en la ciudad por
culpa del Zonda. Y las horas pasan y el
ventarrón sigue. El hambre y la sed lo agobian; Juan de Dios delira, grita
pidiendo ayuda.
Y allí los
ve, son ellos: los muchachos que festejan y le muestran la bolsa con el oro.
Ruega, llora y presiente que la muerte está cerca.
Una pared
cae y, como en un escenario, los ve irse. Son ellos, que se toman de la mano y vuelan.
El zonda
se los lleva….
12 comentarios:
El ansia del oro mato su vida y encima le dejo una locura para que el tiempo que viviera ese viento le recordara lo que había hecho con esos muchachos que de nada tenían culpa.
Un beso , feliz noche.
Un cuento costumbrista, tiempos y pueblos, avaros y jovenes y un viento que se alía con ellos. Un abrazo
Querida amiga, el que las hace las paga, cosecharas tu siembra.
Precioso cuento.
Querida amiga, paso a desearte un feliz día, con mucho amor, sé feliz. Que Dios te colme de bendiciones.
♥️Abrazos y te dejo besitos♥️
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Que bien logrado este relato, el viento Zonda funciona casi como un personaje mas, tiene mucho simbolismo. La culpa c ensaña con Juan de Dios; el creyo dejar su pasado atras, pero es alcanzado por el de forma implacable... es que los fantasmas no siempre viven fuera de nosotros.
Gran historia, amiga, me gusto mucho.
Saludos, feliz noche
Una historia impresionante. Un beso
Precioso como todos tus relatos...
Un abrazo.
Una historia tremenda muy bien cintada, como de costumbre. Pero esta tiene el sabor antiguo a historia fatal donde la venganza lo acapara todo y el miedo pone su firma siniestra. Me encantó, Mariarosa.
Un abrazo
El peso de la conciencia no lo dejó en paz. Fue demasiado peso para Juan de Dios.
Abrazo
¡Qué bien lo has narrado! Un placer leer tus relatos. Un abrazo
La ambición que perdió a muchos y que hoy en cierta manera sigue en lo mismo...
ya sabemos todo se regresa en la vida.
Abrazo.
Las cosas robadas siempre reclaman ser restituidas.
Saludos.
J.
Creí reconocerlo.
En su propia mente estaba el castigo, lo que lentamente lo fue matando.
Y se corporizó como el Zonda.
Un abrazo.
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