martes

Un pueblo, allá lejos.



 

 

La rutina de ir a la plaza, sentarme a escribir o dibujar se había convertido en una necesidad.

Yo había llegado a ese pueblo en busca de paz y en plena recuperación después de un accidente que me tuvo dos meses en cama y que recién después de cuatro meses me permitió caminar normalmente.

Los médicos dijeron; descanso en un lugar tranquilo.

Una de mis amigas, Clarisa,  me ofreció su casa en un pueblito perdido de la provincia de Buenos Aires.

“Es un pueblo misterioso, pero mayor tranquilidad que allí —me dijo— es imposible”.

El lugar era pintoresco, no tenía más de seis manzanas, una plaza, la Iglesia, la municipalidad y el río cercano. Solía recorrer sus calles, todo me resultaba interesante, en especial una casa que debió ser casi un palacio, extraño en un simple pueblo perdido en la Pampa y que se veía destruida, seguramente un incendio.

 

Me encantaba el lugar, su plaza arbolada, silenciosa y solo alborotada por las tardes, por un grupo de niños, algunos con sus patinetas, otros simplemente  disfrutaban de los juegos.

Algunas veces se acercaba una anciana, comenzamos hablando del tiempo y nos fuimos haciendo amigas, se llamaba Lucia, se sentaba a mi lado y me contaba historias del pueblo, a veces mientras la escuchaba, dibujaba parte del paisaje, era una mujercita encantadora, una abuelita de cuento de Disney, muy prolija en su vestir y con el cabello blanco y muy corto.

Luego al llegar a la casa me sentaba ante mi notbook y escribía parte de las historias que había escuchado.

Los días transcurrían lentos y sin mayores problemas.

Una tarde se acerco una niña, tendría unos diez años, quería ver mis dibujos, le gustaron y me pidió que le hiciera un retrato. “No es mi fuerte, le dije, solo dibujo paisajes”

Insistió y al fin me convenció, se sentó frente a mí y quedó quieta por más de una hora. Lucia observaba el movimiento  de mi mano sin decir palabra.

Atardecía, deseaba volver a mi casa y le dije a la niña que volviera al día siguiente, me faltaban detalles en el retrato.

Extrañamente la niña no volvió, la esperé  durante días, hasta que cansada seguí con mi rutina de dibujar paisajes y escribir.

 

Días después y para mi alegría, mi amiga Clarisa llegó de visita.  Recorríamos juntas el pueblo, en especial el sendero que bordeaba el  río, hasta que llegamos al caserón destruido hacía más de treinta años.

Clarisa relató con pesar el drama que fue para ella y los habitantes ver las llamas consumir la casa, era la más linda  y en ella vivía el único doctor del pueblo, que había fallecido con su hija en el siniestro.

“La hija del doctor tenía mi edad, éramos muy amigas e íbamos juntas a la escuela.” Comentó Clarisa con pesar.

Luego de unos días ella regresó a  la ciudad y retomé mi rutina de ir a la plaza. Lucia y la niña, no regresaron, así que pasaba la tarde sola contemplando el ir y venir de los niños. Pregunté a varios de ellos si sabían donde vivía la señora que se sentaba a mi lado por las tardes, la respuesta de todos era; “no sabemos”

Pasado varias semanas regresé a mi casa en la capital y lentamente retomé mi trabajo en la revista semanal en la que trabajaba, las historias de Lucia me sirvieron para dar impulso a mi imaginación, fui escribiendo nuevos cuentos y logré que interesaran a los lectores.

 

Fue en ese tiempo en que sucedió el motivo de mi relato. Llegó Clarisa de visita, yo me encontraba con mis dibujos esparcidos sobre la mesa, los fue mirando y al ver el retrato de aquella niña que se  me acercó una tarde, tomó la hoja, pareció emocionarse, cambió el color de su cara mientras me decía; “Es Maruja, la hija del doctor Agüero”. Yo no entendía nada, le expliqué que la pequeña había llegado a pedirme el dibujo, es para regalarle a una amiga, me había dicho, pero nunca regreso a buscarlo.

“Maruja falleció en el incendio de su casa” exclamó llorando. Yo no sabía que decir, estaba turbada, no podía entender que había sucedido. “Seguramente es alguien que se le parece”. Dije tratando de consolarla. “El vestido, el vestido de marinerita era el que más le gustaba y es el que dibujaste.”

Clarisa conmovida aún, se fue llevándose el dibujo.

Yo seguía sin entender, al fin, me dije, la niña había dicho que era para regalar a su amiga, se cumplió su deseo.

Pero Lucia… ¡quién habrá sido? También desapareció de la plaza y nadie me supo dar noticias de ella… es más, los niños respondieron cuando les pregunté por la señora que se sentaba a mi lado por las tardes: “Usted siempre estaba dibujando, pero sola…

 

 

 (La realidad de este cuento es que verdaderamente sufrí un accidente y estuve cuatro meses, de octubre a febrero entre la cama y la silla de ruedas, sin poder caminar y en ese interin nació esta historia, no en la plaza de un pueblo sino en mi casa recuperandome. Hoy eso paso, fue un tiempo de meditar y escribir.)

María Rosa.

lunes

¿Qué recordás de tu niñez?


 

 

 

¿Qué recordás de tu niñez?

 

La pregunta flotó en el aire y me dejó pensando. Los ojos de mi nieta  me miraban esperando una respuesta y en su candor fui rememorando momentos  que creía olvidados.

Al volver atrás, llegaron en tropel esos años tan felices, una casa en las afueras de Buenos Aires en un pueblo que era casi campo, calles de tierra, el guardapolvo almidonado, la escuela, aquel primer poema aprendido de memoria con apenas siete años y recitado frente a todos los padres, se celebraba el cumpleaños de la patria, el 25 de mayo, y a partir de ese día fui la figurita repetida que recitaba los poemas en las fiestas escolares.

Los conejos y las mariposas. tardes al sol jugando en un tiempo sin apuro y sin dramas, pocas amigas, Carmencita y  Rosa, no había muchas chicas en el barrio.

Con Carmencita aprendí a jugar al ajedrez, era buena en eso y siempre me ganaba. Íbamos al mismo grado, yo era mala en matemáticas y ella me pasaba las cuentas y el resultado de los problemas  y yo en agradecimiento le escribía las redacciones o las oraciones de sujeto y predicado que a ella le costaba realizar. La amistad con Rosita fue diferente, competíamos por todo, tal vez porque teníamos el mismo nombre y nos enfrentábamos a cuál era la más linda. Ella era rubia y muy bonita y yo no era tan bonita, pero más simpática, eso me creía, cuando la encontré después de veinte años seguía siendo la misma belleza con años, pero fiel a su estilo.

Con Carmencita no había competencia, éramos amigas de verdad, nuestras casas estaban pegadas y cuando alguna estaba en penitencia y no podía salir, conversábamos  a través de la pared medianera.

¿Qué pasó después?

Los estudios, el trabajo, los noviazgos, las mudanzas nos fueron separando, a Carmencita se fue del barrio, la busqué muchas veces y nada supe de ella.

La niñez dejó recuerdos, tiempo de  mermeladas caseras y buñuelos de manzana con pasas de uva. Tiempo de escuchar música de rock  por la radio y bailar y cantar creyendo que el patio era un escenario iluminado por las estrellas. Tiempo de hablar con la luna y llorar sin saber porque.

Tiempo que se llevó el tiempo, pero vive en un rincón de la memoria o tal vez haya un mundo o un país donde los años vividos se renuevan y siguen pedaleando en una bicicleta imaginaria, esa que los reyes magos nunca me pudieron traer.



El accidente.


 

 


 

Abrí los ojos y no reconocí las rusticas maderas de un techo pintado de azul, cerré mis parpados y al abrirlos descubrí con más claridad que desconocía el lugar, desde una ventana abierta observé un cielo celeste sin nubes, estaba en una cama y un lugar ignoto para mí, intenté levantarme y el dolor en mi espalda me hizo gemir. Una anciana llegó rápida a mi lado.

—Tranquila, no se mueva que  ha tenido un accidente y su cuerpo ha sufrido mucho, me llamó Ana.

Ella acarició mi frente y  su mano fue un remanso.

—¿Qué me ha sucedido, un accidente…? —pregunté.

—Fue en la ruta, su coche dio vueltas y logramos sacarla con mi esposo. ¿No se acuerda qué le sucedió?

Quedé pensando, tratando de hacer memoria y fue inútil.

—No. Sé que manejaba por una camino bastante averiado… no sé, ni recuerdo nada más…

—Nuestra casa está cerca de la ruta, escuchamos un estruendo y vimos un coche dado vuelta con las luces encendidas… mi esposo Juan y yo corrimos y la encontramos a usted desmayada, a duras penas la sacamos por la puerta del acompañante, a los pocos minutos, el coche se incendió —me estremecí al escucharla— la trajimos a nuestra casa, la  acostamos y durmió, se quejó durante la noche…

La cara de la mujer me recordaba esas abuelas de los dibujos animados, el pelo blanco atado con un rodete, la cara regordeta y sonrosada y una sonrisa de media luna.

—Tendría que ir a un hospital, puede que le hagan estudios para ver si tiene algún problema…

En ese momento apareció un anciano, alto y corpulento, con  un vozarrón me dijo:

—Hola señora, me alegra verla despierta, esto estaba en su auto.

Dijo mientras me entregaba mi cartera, recordé que en ella guardaba mis documentos y el dinero que había sacado del banco para pasar mis vacaciones.

—Tendría que acercarse a un control médico, el golpe fue tremendo…nosotros no tenemos como llevarla, pero podemos pedir una ambulancia… ¿Quiere?

Los dolores eran cada vez más fuertes, trate de incorporarme y el

malestar se extendió hasta mi pierna, no podía caminar.

—Sí, será mejor que llamen a una ambulancia —les dije.

En media hora ya estaba en una clínica. A pesar del fuerte golpe, solo una fisura en la  costilla izquierda y moretones por todo el cuerpo fue el resultado del accidente. Quedé internada en observación.

 

Una semana después y con muletas decidí ir a la casa de mis salvadores, sin ellos hubiera perecido en el incendio. Recordaba la cara de Ana y aún me emocionaba su paz y  sonrisa.

Un taxi  me acercó a la ruta, todavía los restos  de mi coche estaban a un costado de la banquina. Entramos por la calle de tierra, lentamente nos acercamos.

—¿Está segura que este es el lugar —dijo el chofer—acá no hay nada.

Me incorporé en el asiento para ver mejor y solo vi una tapera, restos de lo que alguna vez fue una casa.

—Acá  hubo casa hace medio siglo—dijo el chofer.

No lo podía creer, ¿lo había soñado? Imposible. Mi coche convertido en hierro retorcido era la prueba que estaba en el lugar justo. El pasto quemado a su alrededor demostraba que no había sido movido. Mi acompañante, tan asombrado como yo miraba  los restos de lo que fue y al fin me dijo:

—Sera mejor que volvamos, no me gusta nada lo que veo...

Mis manos se aferraban a las muletas, me dolían las muñecas, decidí entrar en lo que quedaba de la casa.

—Tenga cuidad señora, es peligroso moverse entre esas ruinas.

Entré igual. El abandono me conmovió, la cama desvencijada en la que había despertado días atrás estaba contra la ventana, roto el respaldo, el colchón era un nido de gatos, pero al elevar la mirada me estremecí al ver las maderas del techo pintadas de azul.

Salí confundida y llorando, el chofer no decía palabra, comprendía  que algo superior a nosotros estaba sucediendo.

—Señora —dijo el taxista— porque no va a la clínica y pregunta por el llamado a la ambulancia ¿quién lo hizo y a qué hora?

Fue muy buena la idea y eso hicimos, comprendí que el chofer estaba tan interesado como yo en dilucidar el misterio.

En la clínica me reconocieron y se ocuparon en averiguar quién había pedido la ambulancia.

Dijeron que fue un hombre el que hizo el llamado, dejo su nombre Juan y el empleado recordó su forma de hablar, era una voz que parecía un rugido, dejó  un número de documento que resultó falso.

El médico y el acompañante que manejaba la ambulancia no aparecieron, nadie supo darme en la clínica, una explicación  de ellos.

El taxista no se separaba de mi lado, escuchaba con el mismo asombro que yo, al fin salimos de la clínica, y me dejo en mi hotel,

Antes de que bajara me dijo:

—Señora no lo piense más, ni analice lo inexplicable, crea que  fue un milagro y esos dos viejos fueron sus ángeles…

 

Volví varias veces a aquella casa abandonada, no logré conseguir pruebas de que había estado allí, solo el techo pintado de azul y la llamada a la ambulancia eran lo único cierto y cuanto más hondo trataba de bucear en lo vivido, más me confundía, al fin me quedé con lo simple, Juan y Ana fueron dos ángeles, mis ángeles..

 

Recuerdos enmarañados.

 

 

 

Entre los recuerdos que dejo mi abuelo guardados en el altillo de su casa, hallé una caja con mapas y  una carta ya amarilla  y sin firma que me impresionó. La transcribo tal cual la encontré, sin agregar ni quitar palabra, toda ella es una novela.

 

“A veces creo que la memoria es un hilo que si lo mantengo tenso deja correr por el mis recuerdos. Otras veces,  ellos se pierden sin hallar su lugar. La historia que viví y quiero relatar se disipa y no sé en qué camino o desde que maraña del pensamiento intenta llegar a mí.

 

Yo era  pescador en un punto perdido del mapa; La isla de Usher.

El faro de la historia que quiero relatar fue construido en un recodo de la isla. Dice la leyenda que una tormenta,  muchos años atrás, lo destruyó. Sólo quedaron  ruinas y una historia difícil de creer.  Nadie en el pueblo, hablaba del tema ni se levantó otro faro.

 

Una noche en que varias lanchas salieron a pescar,  alguien divisó nuevamente el faro. Allí estaba. Surgiendo desde no se qué mundo.  La visión duro menos de una hora, muchos la vimos. De pronto desapareció y  volvió ser una costa brava y vacía.

El comentario de lo sucedido rodó por  las casas, bares y prostíbulos de la isla. Muchos no lo creyeron. Era imposible que un faro destruido ochenta y tantos  años atrás, apareciera de la nada, iluminando el horizonte y luego se esfumara ante los ojos azorados de los pescadores.

 

— ¡Que me cuelguen! Es imposible —dijo mi padre— ¿estabas sobrio?

La pregunta me molestó, en especial que retomara mi problema con el alcohol, era tema del pasado que yo quería olvidar.

    —No fui sólo yo, en las otras embarcaciones también lo vieron.

    —Bah… pavadas de pescadores supersticiosos— exclamo mi padre. Y se alejó moviendo la cabeza.

Semanas después,  todo fue olvidado. Nadie hablaba del tema, creo que se  encerraban  en la  ignorancia que motiva el miedo.

Yo no lo olvidé. Algo que no lograba explicar,  me llevaba a hablar  y preguntar sobre las antiguas tradiciones de la isla. Investigué  con los más viejos. Ellos recordaban relatos de su niñez. Hablaban de aparecidos y fantasmas  que relacionaban con el nombre de la isla y el faro, pero no lograban darle forma a las historias, ellas habían sido  cubiertas con un manto de silencio, que el temor borró de la mente de los aldeanos. 

 

Llegué a la mujer más vieja de la aldea, doña Encarnación.  

Tenía noventa y nueve años. No recordaba que había comido por la mañana, pero evocaba  con detalles la historia de la isla.

Su casa estaba en las afueras del pueblo, el abandono  hacía que los arbustos cubrieran la vivienda dándole un aspecto fantasmal. No me gustó el lugar. Quedé en la puerta sin animarme a llamar.  Ella se asomó, se acercó  y  me dijo en voz baja, al igual que un secreto:

— ¿Así que estás averiguando los misterios del faro?

Me sorprendí.

— ¿Cómo lo sabe?

—Tengo amigos que me cuentan todo lo que pasa en el caserío.

Me extrañó su respuesta. Me habían dicho que era  una mujer solitaria y sin amigos. Los vecinos se alejaban de ella, en realidad, no la querían. Abrió la puerta  e hizo un gesto para que la siga. El interior de su casa era muy humilde, apenas dos sillas y una mesa, a un costado una cocina a leña hacía humear una pava negra de hollín. Me invitó a sentarme.

—El faro desapareció hace muchos años —le dije—  pero hace algunas semanas salimos de pesca y lo vimos. Fuimos muchos.

—No me extraña —al decirlo me miró fijo— ¿Y vos que pensás?

—No sé. Lo vi y desde entonces no puedo dormir. Recordarlo me hace estremecer, me da miedo.

—Haces bien en tenerle miedo —mientras hablaba sus manos huesudas apoyadas sobre la mesa, doblaban un pañuelo—. Mi esposo murió en ese faro. Él  había dicho que algo secreto  lo habitaba. Todos sus amigos se rieron de él, los malditos habitantes del pueblo se burlaron por meses diciendo que era un embaucador, quiso demostrar que no mentía y una noche de luna llena fue al faro: nunca regresó.

Hizo silencio y me miró, ante el recuerdo su mirada cambió, se volvió dura, cargaba odio en ella.  Quedó en silencio unos minutos y luego prosiguió:

—Nada se supo de él, hasta llegaron a decir que se había ido del pueblo con otra mujer. Sé que eso es mentira. Él lo había dicho, en el faro había fuerzas oscuras.

Repetí como un tonto:

— ¿Fuerzas oscuras?

—Sí, vampiros.

Creí que la anciana deliraba. Hice un  gesto inconciente, que  puso en evidencia mis pensamientos, ya que en seguida dijo:

—No pienses que estoy loca muchacho, es  verdad, ellos me lo dijeron. Existen mundos  que desconoces, no te burles… ¿por qué creés que se llama la isla Usher? Ese nombre tiene que ver con lo sobrenatural y misterioso.

—No me burlo. Simplemente me sorprendo. Usted dice que ellos se lo dijeron ¿Quiénes son ellos?

—Los guardianes del faro.

A esta altura estaba seguro que la anciana no estaba en su juicio. Me puse de pie con intención de irme.

—No te vayas todavía, ellos me confiaron algo: el faro perteneció siempre a los vampiros. Luego de su destrucción, los guardianes protegen el lugar.  La visión regresará cada luna llena, hasta que sus antiguos dueños y los guardianes  luchen en una batalla final. Es mejor que no regreses al faro.

Salí de la casa con una extraña sensación, mezcla de miedo y descreimiento.

 

Ahora mismo pierdo el hilo de los recuerdos y me cuesta escribir sobre lo sucedido en aquellos días. Pero debo apurarme, mis fuerzas me abandonan.

 

La noche en que los pescadores  vimos la visión y cuando murió el esposo de Encarnación, había luna llena, algo que no sabía definir me decía que fuera al faro en la próxima luna.

 Aquí es donde mis pensamientos se confunden, no sé si regresé a la casa de la anciana o fue otra persona que me contó, que la desaparición del faro fue una guerra entre las fuerzas del bien y del mal.                                                                         

 

Una noche de luna llena me acerqué a la playa. Mi espera no fue en vano, el faro apareció, me dirigí a el.

Cargaba una mochila con  herramientas, entre ellas un arma y una linterna.

Sabía que el encantamiento duraba un corto tiempo, no sabía cuánto. Debía apurarme. La puerta estaba entreabierta. Subí  los peldaños. Doscientos cincuenta escalones me dejaron sin aire.

El gran foco estaba apagado. Caminé por el balcón que lo bordeaba, todo era silencio.  El mar lucia como una seda gris bajo la luz lunar. Un ruido me sobresaltó. Alguien subía la escalera. Me puse en guardia, la 22 en mi mano me daba seguridad.

— ¿Quién anda ahí? —pregunté temblando.

Dos hombres desconocidos aparecieron.  Sus ojos parecían centellar. No hablaban.  Los amenacé con mi arma. Rieron.

Uno de ellos me arrojó una cadena que traía en la mano. La esquivé.  Retrocedí.  Avanzaban mudos.  Me latían las sienes y el arma resbalaba en mis manos por la transpiración y el temblor.

— ¿Quienes son?

No respondían.

—No quiero disparar váyanse —seguían avanzando— ¡Voy a disparar!

Apreté el gatillo. El sonido  resonó en mi cabeza. Las balas penetraron en sus cuerpos y ni una gota de sangre brotó de las heridas.

Mi miedo ya era terror.

Sus risotadas sonaron  como un eco.

Mis piernas parecían de cartón, me costaba moverlas y ellos no hablaban, sólo reían.

El pánico nublaba mi vista, me sentía tan mal que no lograba moverme. Mi cabeza era un batallar de pensamientos y preguntas. ¿Quiénes eran esos tipos y por qué me había metido en semejante lio?

—Eres muy curioso muchacho —una voz a mis espaldas me hizo volver la cabeza. Una  hermosa mujer morena, vestida enteramente de negro me  miraba con burla.

Quedé entre ella y los hombres.

—¿Quiénes son ustedes?

—Los dueños del faro —respondió ella—  vas a morir por entrometido.

Se acercó. Su piel era blanca, transparente. Sus ojos emitían destellos rojos. El sólo mirarla me había paralizado.

Uno de los hombres me agarró por atrás sujetando mis brazos, me debatía  sin lograr soltarme. La mujer observaba el cielo, se movía inquieta, al fin pareció decidirse y bajó las escaleras. A lo lejos un rayo iluminó el cielo, inmediatamente el trueno sonó con furia. Los rayos se multiplicaron, la noche parecía estar iluminada por destellos de colores. Algo que no entendí los inquietó, me empujaron a la escalera. Bajé tambaleando con uno de ellos a mi espalda y otro delante.

Un ruido muy fuerte pareció mover las paredes, se miraron y bajaron rápidamente olvidándose de mí. Los truenos aturdían. El piso se abrió. Los escalones desaparecieron y me vi impulsado por una fuerza superior que me llevaba a través de las paredes. Lo último que vieron mis ojos fueron las llamas, cayendo del cielo.  Espadas rojas que salían de distintos ángulos  y caían en un mismo punto: el faro.

Todo desapareció, el fuego arrasó con los restos del faro, tierra humeante sin rastros de lo que allí sucedió. La furia dio paso una calma celestial, bajo una luna de seda.

Ni un miserable ladrillo, da testimonio de lo sucedido.”

 

No puedo seguir escribiendo. Me diluyo, mi esencia se pierde, no tengo más fuerzas. Mi período de espíritu errante ha terminado. Dejaré de ser un fantasma, para ser…no sé, no lo sé aún.

Se me ha dado este tiempo de gracia con una misión, dejar testimonio de lo sucedido aquella noche. Las fuerzas del bien y el mal, libraron una batalla. Una más, nadie dude que sus ejércitos están entre nosotros y la lucha sigue.”

 

Volví a guardar los planos y el manuscrito, temblaba, no sé si mi abuelo estaba loco o la historia es real, pero no puedo ocultar el temor que sacudió mi cuerpo. tal vez lo mejor será quemar todas las pruebas de semejante locura, porque eso debe haber sido, la locura de un viejo, nada más…

 

 

 

martes

Personajes.


 

 

 

Dejando que mi imaginación tomara vuelo, se me ocurrió pensar; ¿qué sucedería si los personajes de un cuento o una novela tomaran vida? Así nació este cuento que hoy les dejo:

 

 

PERSONAJES.

—No lo puedo creer… ¿Escuché bien…? —Era Claudia la que preguntaba  sorprendida.

Pedro con una voz temblorosa, respondió:

—Escuchamos bien, se va a deshacer de nosotros, le decía a sus amigos que había logrado su mejor historia  y sus más creíbles  personajes, que  el premio nacional de novela sería para él… tenemos que pensar algo para sobrevivir.

Claudia estaba a punto de llorar, se miraron en silencio, nada se les ocurría por más que intentaban imaginar  que hacer.

—¿Y si le ganamos de mano y  nos vamos sin que se dé cuenta?

—¿Irnos, adónde, nosotros vivimos en la computadora, no podemos salir de ella.

—Hay un momento en que duerme, en esas horas; desaparecemos —dijo Claudia.

—Jaja… me parece buena idea, pero  ¿adónde vamos? —Pedro buscaba soluciones pero no las encontraba.

Nuevamente hicieron silencio para pensar, fue Claudia la que propuso una idea.

—Él quiere terminar su novela y enviarla a la editorial para la impresión, eso sería nuestro final, antes que termine la novela  desaparecemos como una voluta de humo, o terminaremos en simples personajes de un libro que ni nombre tiene aún.

Pedro asintió y con preocupación exclamó:

—Si nos quedamos nos convertiremos en un titulo impreso, alguien comprará la novela, luego de leerla la archivará en un rincón e iremos muriendo  de tristeza y abandono —Pedro mordía las palabras con rabia —cómo puede hacernos semejante desprecio, él nos dio la vida.

Claudia con mayor ánimo le dijo:

—Si logramos salir de la historia, seguiremos existiendo en otro lugar, él, seguramente no va a poder recordar las escenas ni la historia completa, ellas se esfumarán con nosotros… se va a desesperar, y  si logramos desaparecer de sus ojos, viviremos en algún lugar secreto.

—Tendrá que inventar nuevos personajes, serán otras personas —Pedro preguntó—. ¿Dónde nos esconderemos?

—En la misma computadora, la pantalla tiene demasiados iconos y…… recorrerlos le va llevar tiempo y mientras busca en uno, nosotros saltamos a otro, no te olvides que no es muy diestro para manejar  los detalles de Word, se va a cansar recorriendo los archivos,  tendrá que comenzar otra novela se olvidara de Pedro y Claudia, mientras tanto invocaremos a las musas de la literatura, ellas nos ayudarán a darnos vida y salir de la pantalla y con su magia lograremos nuestro sueño…

—¡¡Seremos seres de verdad!! —

Rieron juntos y se abrazaron plenos de felicidad.

—Manos a la obra.

lunes

El poeta.


 


A veces me pregunto si la historia de aquel hombre fue real, si yo lo imaginé o fue un demente al que yo le creí sus  delirios de insano.

El bar de la calle Triunvirato, solía reunir a poetas y escritores,  desconocidos idealistas que nunca editaron un libro. Abundaban las discusiones que no llegaban a nada, iban de Cervantes a Cortázar intentando destruir o exaltar sus obras. ¿Pero quién les negaba el derecho de analizar y criticar a los grandes literatos, frente a un pocillo de café?

Hubo un personaje entre ellos, al que no he podido olvidar, y que participaba de esas reuniones, era un ser extraño; desde el mostrador yo lo observaba; delgado, muy pálido, resultaba atrayente y su figura trascendía una imagen romántica.

Era el retrato de un caballero antiguo, no tenía nombre o al menos no me enteré. Los escritores lo respetaban y decían de él que era un poeta visionario. La blancura de su piel y el rojo de sus párpados eran producto de noches sin dormir, germen  tal vez de sus delirios, en la búsqueda de rimas y metáforas.

Una vez al acercarme con la bandeja del café, lo escuché hablar; su voz era suave, melodiosa como una caricia y todos guardaban silencio, las palabras se iban durmiendo sobre los pocillos,  como embrujadas por la melodía de su voz. Y llegaron días en que sólo el poeta exponía sus sueños, dejando  entrever un terror acosando en la oscuridad.

A partir de los cambios políticos de la década del 70, los escritores comenzaron a faltar a su cita, el miedo se extendía por la ciudad como una enredadera  maligna y pronto, cada uno de ellos se fue retirando a invernar, hasta que llegaran nuevos estados de paz. La mesa quedó vacía y un  lenguaje diferente comenzó a flotar en el café.

 

Años después, no recuerdo cuántos, el poeta regresó. Sus amigos ya no estaban. Ocupó la misma mesa y se dedicó a mirar por el ventanal y esperar. Estaba más delgado, sus mejillas hundidas le daban un aspecto enfermizo. Me acerqué y él intentó una sonrisa que traspasó mis ojos y  quedó grabada en mi memoria. Miré sus manos, nunca antes me había detenido en ellas, eran delgadas y finas, tan quietas que  parecían dibujadas sobre el libro  del poeta Gelman que descansaba sobre la mesa.

—A veces creo  —me dijo— que soy un arcano, que mi vida es parte de los sueños y fantasías de un poeta, tengo miedo que él despierte y me desvanezca en el aire.

No supe que  responder.

Él se puso de pie y, al llegar a la puerta, me confesó:

—Seguiré buscando quién soy en realidad, volveré otro día por un café, ya nos veremos.

No lo volví a ver y a veces me pregunto: ¿Habrá descifrado el enigma o al despertar el poeta regresó a su mundo irreal?


cuento reeditado.

 

 

 

 

 

 

sábado

Desde el ayer.


 

 Desde el ayer.

 

El empleado de la municipalidad me había dado la información justa: esa casa está abandonada desde hace años, si usted paga los impuestos y pide una moratoria de lo atrasado, puede ser suya; nosotros buscamos herederos, pero no los encontramos, aparte… —dijo, bajando la voz y en tono de misterio— con lo que pasó en esa vivienda, nadie quiere entrar, usted sabe… ¿no?

Le dije que sí, que sabía y que no le daba importancia a esos rumores, pero la verdad es que ignoraba la historia.

 

Un vecino que había sido el guardián de la casa durante casi veinte años, recibió una llamada de la municipalidad para que me  entregara la llave. Luego de verificar mis datos, la puso en mis manos  con un suspiro de alivio.

—No vaya de noche —me dijo— suele haber ruidos extraños, es mejor entrar con la luz del día, la oscuridad agranda los miedos.

Alzó los hombros  en un gesto que no entendí y agrego:

— Por cualquier cosa que necesite estoy a sus órdenes, me llamo Ignacio Céspedes.

 

Fui por la mañana.

Abrí  la casa y me recibió un olor a vejez, humedad y abandono, una laucha cruzó cerca, trepó la pared y desapareció entre las maderas del techo. Recorrí la planta baja y no hallé nada misterioso, sólo ratas y telarañas por doquier y muebles abandonados.

En el piso alto, encontré  dormitorios y un baño deteriorado por el paso del  tiempo. Abrí las ventanas para que aire fresco mejorara el ambiente. En la pared de uno de los cuartos,  la pintura de una hermosa  mujer me miraba y sonreía, me dio la sensación de que sus ojos me seguían. Revisé los cajones de un ropero, abrí y cerré puertas y no encontré nada interesante.

Miré debajo de la desvencijada cama y, en el momento en que me inclinaba, la ventana se cerró con estruendo y el cuadro, cayó al suelo. La sorpresa me dejo helado, quedé de rodillas observando a mi alrededor, estaba solo, o al menos eso creía, el sobresalto me puso la piel de gallina y allí no terminó mi malestar, la cara de la mujer del cuadro había cambiado, un rictus curvaba su boca y fruncía su entrecejo.

Decidí irme, bajé saltando los escalones de  dos en dos, y como si algo me tirara para atrás, me detuve frente a la puerta, mi cabeza era un torbellino de ideas, al fin; volví a subir.

Levanté el cuadro, la imagen seguía sonriendo y  no se había dañado con la caída, volví a abrir la ventana y fui a la otra habitación. Nada había en ella, solo tierra y restos de un diario, lo levanté. Era  del 29 de  junio de 1999.

Me dirigí a la casa de Ignacio, el vecino que había cuidado de la llave tantos años. Tendría unos setenta años, usaba ropa muy holgada, que Le daba mayor volumen a su figura, su cara regordeta,  se contrajo en un gesto de fastidio al verme.

—¿No me diga que se arrepintió y me va devolver la llave?

Sonreí.

—No. Sólo quiero hacerle algunas preguntas.

Pasamos al interior de su casa, me llamó la atención lo ordenada y limpia, original en un hombre solo.  Me invitó con un café. Acercó una silla a la mesa y mientras la cafetera comenzaba a burbujear, me preguntó:

—¿Qué quiere saber?

—¿Qué sucedió en esa casa? Todos me hablan de algo terrible, parece que les diera miedo profundizar el tema…

—Allí vivían los Zamudio, una familia en apariencia muy tranquila. Don Pedro y Marisa su esposa;  y dos hijos; Jacinto y Clara. El joven estudiaba en la ciudad llegaba los viernes por la tarde  y se iba el domingo a la noche…

Ignacio sirvió el café y acercó un plato con masitas y me dijo:

—Las cocino para no aburrirme en tanta soledad —respiro hondo, bebió un sorbo de café y comenzó a hablar— .No me gusta recordar de la historia de los Zamudio, la chica estudiaba pintura, por las tardes la veía en el patio de la casa, preparaba un caballete y se pasaba horas embebida en  su trabajo, era muy buena en su tarea, cada 6 de julio día de mi cumpleaños me regalaba una tarjeta pintada con sus acuarelas. El padre era abogado y tenía el estudio en la casa, y la madre siempre estaba encerrada, nunca se la veía, hasta ahí, una familia normal.

Quedó en silencio, saboreando el café, me miró y movió la cabeza en un gesto que no entendí.

—Me cuesta hablar de ciertas cosas.

—Si quiere lo dejamos para otro día —dije al ver su cara contraída— no quiero importunarlo.

—Siempre me va a resultar igual. Es un tema difícil, se lo digo de un tirón; el padre,  abusaba de la chica y cuando se enteró el hijo mayor, hubo una discusión muy fuerte, el padre intentó golpearlo y el muchacho le dio un empellón, con tal mala suerte que al caer, el viejo dio con la  cabeza contra el borde de la salamandra, fue un golpe tremendo, murió en el acto. Los chicos desaparecieron, según dijo la madre, aterrorizados antes la idea de pagar con cárcel una muerte que no les pertenecía, nunca se los pudo encontrar… aunque… —, intentó decir algo, pero guardó silencio.

—¡Dios mío que drama!

—Esa chica era un ángel, tan bonita y buena, no me explico como un padre puede llegar tan bajo, todos en el pueblo nos preguntábamos: ¿Cómo la madre no vio lo que sucedía? Eso es todo, luego, la leyenda popular fue tejiendo misterios que no sé,  si fueron  reales, pero por las dudas,  nunca entré a la casa.

Me puse de pie con intención de irme y don Ignacio, agregó:

—Cuentan que el espíritu del padre sigue buscando a su hija por la casa, esos son los ruidos y gritos que suelen escucharse algunas noches.

Me estremecieron sus palabras, y recordé el cuadro  y la ventana que se cerró sola, preferí no comentarlo y me despedí.

 

Me llevó meses el  arreglo de la casa, durante ese tiempo nada sucedió, comencé a creer que los extraños acontecimientos  que los vecinos contaban no fueron más que invenciones de alguien muy imaginativo y que al ir de boca en boca, se transformó en una fábula; aunque a veces la idea de que alguien me acompañaba me hacía volverme y nada veía, seguramente eran perturbaciones mías.

Aquel cuadro de la mujer, era una buena pintura, lo dejé en la habitación donde lo había encontrado, me gustaba contemplarla, era una mirada serena que seguía mis movimientos.

Una tarde  salí a caminar por la playa acompañado por don Ignacio. Hablamos de política, de la situación del país, al fin caímos en la historia de la familia Zamudio.

—Creo que el espíritu de esa chica anda por la casa —dije sin analizar demasiado mis palabras.

—Mire, yo creo que debe ser su imaginación, no creo que ella este muerta…

Dejó el comentario picando en el aire y le pregunté:

— ¿Por qué lo dice?

—Hace varios  años, durante un verano, se acercó una mujer a la  vivienda, se detuvo en la vereda, iba de un lado a otro, pero no cruzaba el portón que estaba abierto. Me acerqué y le pregunté qué buscaba, respondió con un movimiento negativo de cabeza y se alejó. Habían pasado más de quince años, el color de su pelo era otro y varios kilos de más no lograron evitar que la reconociera, sus ojos seguían siendo tan bellos como antes; era Clara.

El asombro no me permitió hablar, Ignacio continuo:

—Cuando reaccioné, la seguí y fue imposible, ella había subido a su coche y se perdió de mi vista. Busqué mi camioneta  y me largué a buscarla, recorrí los cinco o seis hoteles, este es un pueblo pequeño, no me costó trabajo reconocer su auto estacionado en una hostería. Bajé y ocupé una mesa en un bar cercano. Se hizo de noche y ella no apareció.

—¿Está seguro que era ella? —pregunté.

—Si era Clara, me fui a mi casa y al día siguiente volví, el coche no estaba. Entré en la hostería a preguntar por la señora Clara, uno de los empleados que atendían la mesa de entrada, me dijo que ya se había retirado. Les mentí, argumentando que era un artesano y que necesitaba entregarle un trabajo que ella había encargado…  Me explicaron que vivía en Buenos Aires, no me quisieron dar la dirección, al fin después de mucho hablar y con una generosa propina, conseguí su teléfono.

—¿Y la llamó?

—Por supuesto, le dije quien era y negó conocerme. “Yo la reconocí —le dije—. Usted ingresó en la hostería con su nombre, son demasiadas coincidencias, sólo quería decirle que el caso de su padre se cerró hace años y que el fiscal lo catalogó como <muerte por accidente>” Guardó silencio por unos minutos y al fin me dijo:

—Mi hermano y yo estuvimos todo estos años en Paraguay, él se quedó en Asunción y yo regresé, no sé por qué lo hice, quería ver la casa, quería prenderle fuego, destruir tantos malos momentos, pero no pude hacerlo y me fui.

—Una mujer extraña —dije—. ¿No volvió a saber de ella?

—De esto hace cuatro años y desde entonces, el día de mi cumpleaños recibo una tarjeta pintada a mano y una palabra…gracias —guardó silencio… y mientras miraba el horizonte, me dijo— por eso le digo que no es Clara la que  despierta su inquietud…

—¿Y entonces, estoy loco?

Ignacio se largó a reír y yo con él. Regresamos con la ayuda de un viento helado, que nos empujaba, él fue a su casa y yo regresé a la mía.

 

Decidí que sólo había una forma de terminar con tantos misterios. Invité a Ignacio a tomar mate y a que me ayudara a quitar  de la casa todos los muebles que había encontrado al llegar, en especial el cuadro de aquella mujer tan hermosa, pero antes le pregunté a Ignacio; ¿Quién era ella? Al verla, se sorprendió, no conocía esa pintura.

—¿En tantos años nunca había subido al piso superior? —Le pregunté.

—No, es la primera vez que entró. Ya le expliqué que esa casa me producía terror, así que la abría para los posibles compradores y yo esperaba afuera. Hoy es distinto…

—Distinto por qué.

—No sé…

—¿Es Clara la mujer del cuadro?

—No. Es la madre de Clara, tan mala como su esposo, ella no pudo estar ajena a lo que el viejo hacía —dijo Ignacio con un gesto de asco— por suerte murió poco después de que los chicos escaparan.

Otra vez, me estremecí escuchando a Ignacio.

—¿Cómo murió?

Él se sentó y mientras yo preparaba el mate y lo escuchaba  en silencio, regresó a la historia de la familia Zamudio, que siempre me sorprendía.

—Apareció ahogada en la playa, fue extraño, era buena nadadora. Apenas amanecía, se metía al agua, fuera invierno o verano, y luego regresaba caminando por la costa.

—¿Alguien habrá tomado justicia por mano propia?

—Tal vez o tal vez comprendió lo terrible de su proceder y se mató, o fue un accidente. ¿Quién puede saberlo? Lo cierto que se encontró su cuerpo sin vida en la playa cercana a su casa.

Continuamos la ceremonia del mate en silencio.

Ignacio me ayudó a desarmar los viejos muebles y todo lo que había encontrado al llegar, hasta aquel diario del 29 de junio de 1999, que sirvió para ser la puntada inicial de las llamas, le acerqué un fosforo y pronto las lenguas rojas se fueron elevando y envolviendo las maderas. Colocamos el cuadro de la bella mujer sobre el fuego y ante nuestro asombro, su cara comenzó a contraerse en un gesto de dolor, una inquietud, mezcla de espanto nos hizo retroceder. Cuando todo quedó reducido a un puñado de cenizas, observé la cara de Ignacio, era de una inmensa paz, sin verme, imaginé que  igual estaría yo.

Días después, Ignacio llamó a Clara y le dijo que habíamos quemado todo lo que  había pertenecido a la casa, hasta el cuadro  que ella había pintado y nada quedaba de aquel ayer tan turbio, la escuchó llorar… y simplemente dijo: gracias y cortó.

Hace unos días, fue 6 de julio, llegó la consabida tarjeta de cumpleaños para Ignacio, esta vez trajo un mensaje: “Regreso a Paraguay con mi hermano, gracias por todo. Clara.”

 Aquel día  que Ignacio y yo quemamos los muebles, el cuadro y cuanto había pertenecido a los Zamudio, juntamos las cenizas, las embolsamos y nos quedamos mirando con una sonrisa de alivio, cuando el camión de los residuos se las llevó.

Esa noche agotado, me bañé y me acosté.  A medianoche un fuerte ruido me despertó, venía de la habitación de al lado, me acerqué y descubrí en el suelo el cuadro de la mujer sonriente, que horas antes había visto desaparecer bajo las llamas. Creí enloquecer, bajé las escaleras y allí estaba todo lo que habíamos quemado. Corrí a la casa de Ignacio y juntos comprobamos no había sido mi imaginación, los dos vimos lo mismo; ¡Allí estaban los viejos muebles!

Junté mis pertenencias, cargué mi mochila y antes de salir levanté del piso, el diario del 29 de junio de 1999, le prendí fuego y abrí las llaves de gas.

Entregué la llave a don Ignacio, que me miraba tan aturdido como yo, y me fui calle abajo acompañado por el aullar de las sirenas de los bomberos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Un pueblo, allá lejos.

    La rutina de ir a la plaza, sentarme a escribir o dibujar se había convertido en una necesidad. Yo había llegado a ese pueblo en...