martes

El María Teresa.


 

 

Desde pequeño, a Juan lo encandilaba el velero dentro de la botella.

El tío Marcos lo había diseñado, como a muchos otros, aunque ninguno igualaba la originalidad del María Teresa. Según Marcos era una copia fiel del verdadero, aquel que había construido muchos años atrás y que fue su mejor obra.

—¿Qué fue del María Teresa original?

—Lo vendí.

Marcos quedó pensativo, se había acercado a la ventana y miraba los árboles agitados por el viento que llegaba del mar.

—Tío, nadie vende su mejor obra… —le dijo.

—Vos qué sabes, muchas cosas pueden pasar en la vida de un tipo amargado como yo.

Se volvió y lo miró de frente, sus ojos demostraban enojo.

—La vida puede llegar a ser odiosa, puede quebrar en un momento el mejor sueño de tu vida.… ese barco lo construí para alguien muy especial, ella fue el amor, un amor que llegó tarde, pero…

Quedó en silencio.

—¿Pero qué tío…?

No respondió, salió apurado y Juan escuchó la puerta de calle, Marcos había salido.

 

El viento y el frío habían corrido a los turistas del puerto. Juan aburrido de ese día gris, había llegado para ver las barcas de colores balanceándose al influjo de las olas que golpeaban furiosas contra el muelle. El cielo se iba poniendo gris.

Ella apareció de pronto, salida de la niebla que comenzaba a cubrir el puerto. Traía una maleta pequeña y un abrigo azul, era tan bonita que Juan no pudo dejar de mirarla. El pelo rojizo y suelto le caía sobre la espalda. Se acercó al murallón, se sentó sobre la maleta, parecía dispuesta a esperar. Juan se aproximó y habló del clima, era tanto el frío en pleno verano que fue el motivo para iniciar una conversación. Ella miraba el mar y sonreía. Juan le preguntó si esperaba a alguien, le dijo que a su amor. Vamos a estrenar un velero, exclamó, lleva mi nombre pintado en la proa, nos vamos por varios días. Le preguntó la hora, son las seis, respondió Juan y se alejó. Siguió recorriendo el muelle, el viento anunciaba tormenta y clavaba sus agujas a través de su gabán, ya oscurecía. Algunos pescadores cargaban sus barcas, estiraban las redes para salir al mar, el ambiente del puerto se tornó bullicioso.

Ella seguía allí. Juan se acercó y vio sus ojos enrojecidos. ¿Por qué no regresa a su casa? El frío le va a hacer mal, le dijo. No respondió, sólo lloraba. Se quedó a su lado, le dio pena. ¿Quiere que la acompañe? Ella se levantó y se tomó de su mano como una niña perdida; estaba helada, lo estremeció su contacto. Las lágrimas bajaban por su cara como lluvia. Caminaron por calles vacías, sólo se escuchaba su sollozar.  Llegaron hasta una casa con frente de piedra. Una mujer mayor de figura difusa salió a recibirla, la tomó por los hombros y le dijo: vamos María Teresa, no llores, tengo té caliente. Juan se estremeció, un sudor helado le cubrió el cuerpo, el ambiente se vistió con una bruma gris y la oscuridad se cerró aún más, ni el sonido del mar se dejaba oír. Creyó estar en un túnel del tiempo, esa joven no era real, su nombre y su historia; “Espero a mi amor” “El velero lleva mi nombre”

Demasiadas casualidades. Miró a su alrededor, nada era visible, la niebla borraba los detalles de la calle y las casas, era como estar viviendo un sueño donde los relatos de su tío Marcos tomaban vida. Quiso correr y sus piernas no respondieron, apenas lograba caminar con lentitud. El lugar era extraño, se sintió perdido, una garúa fina le mojaba la cara, buscó dónde refugiarse, hasta que sin saber cómo, llegó a un bar del puerto. Se acercó al mostrador, pidió una ginebra y al mirarse en el espejo le impresionó su cara, estaba desencajado, macilento, el mozo notó su semblante y haciendo una burla le dijo: Parece que ha visto un fantasma… bebió la ginebra y salió, tenía que hablar con Marcos.

 

Sobre la chimenea, el María Teresa se movía sobre un mar verdoso que lo agitaba, la voz del tío Marcos lo sacó de su ensoñación y le preguntó:

—¿Querés un mate?  

Juan comprendió que todo había sido un sueño, había regresado de un viaje en el tiempo Miraba a Marcos y al velero. Preguntó:

—¿Tío, por qué la dejaste?

Marcos lo miró sin entender.

—A María Teresa —dijo—ella te esperó aquella tarde, ¿qué te sucedió?

Marcos movió la cabeza, lo miró tratando de encontrar las palabras, al fin dijo:

—Yo estaba casado, ese día mi esposa me dijo que estaba embarazada, no pude dejarla….    

Marcos se dejó caer en el sillón, pareció envejecer y, ante ellos, el María Teresa, realmente comenzó a moverse; la botella había desaparecido y el velero navegaba sobre un mar ilusorio. De pronto todo regresó a la normalidad, Marcos lloraba y Juan temblaba por la emoción, algo había sucedido, algo desconocido, sin explicación...

 

miércoles

Los antiguos.


 


El viento soplaba con fuerza, levantaba nubes de polvo que dificultaban la visión, era una cortina gris doblando árboles y elevando bolas de pasto y abrojo como naves sin destino.

Desde la ventana, Ricky observaba el espectáculo que creaba la calle de tierra, tan diferente a su casa de la ciudad, de pronto preguntó a su madre:

—Qué hacemos en esta casa?

—Ricky ya te lo expliqué, vinimos a cumplir la última voluntad del abuelo Juan, traer sus cenizas y dejarlas en su pueblo, aquí nació, y vivió hasta que debió ir a la ciudad por la falta de trabajo…

La madre continuó explicando ante los ojos incrédulos del chico.

—El abuelo quedó huérfano muy pequeño y lo crio un grupo de indios que en ese entonces habitan en este pueblo, ellos le inculcaron sus creencias, él trató de respetarlas siempre que pudo, al morir quiso que sus cenizas descansaran en las montañas que lo vieron crecer.

La madre acariciaba la cabeza de Ricky mientras hablaba, pero el niño no parecía convencido por el relato de su madre.

—¿Y cuál es la diferencia de que las cenizas estén aquí, o en el cementerio de nuestra ciudad?

—La diferencia está en las creencias del abuelo, las que debemos respetar, por eso estamos aquí, está tarde llevaremos las cenizas a la montaña y allí las dejaremos.

—¿Y qué va a pasar luego?

—Las cenizas van a quedar allí, pero el alma del abuelo será llevada por la nave de los seres buenos a un mundo diferente donde volverá a ser él, un ser feliz y se encontrara con los hermanos de raza que lo han precedido y que ya descansan en paz.

—Es difícil de entender…

Ricky se abrazó a su madre, quedaron en silencio, volvió a preguntar:

—¿Una nave lo va a venir a buscar? No creo nada de esa historia mamy…

—Eso dice la leyenda, eso creía el abuelo y debemos respetarlo.

 

Al atardecer salieron rumbo a las montañas cercanas, el viento los empujaba con fuerza y las hojas del otoño volaban y acompañaban su andar.

—Mamy tengo frío…

La madre quiso ponerle el poncho que había pertenecido al abuelo y que llevaba en la mochila, Rocky no quiso.

—No me gusta…es viejo… -dijo con fastidio.

Él caminaba tomado de la mano de su madre, a sus diez años toda aquella situación le resultaba incomprensible.

—Falta poco, estamos llegando —dijo la mamá para darle ánimo.

Una vez en la montaña dejaron el cofre con las cenizas en un hueco de la roca, quedaron un rato en silencio y luego bajaron lentamente, el viento había cesado, apenas una brisa los acompañaba.

Después de cenar prepararon las mochilas para partir a la mañana siguiente.

Rocky no lograba dormir, se acercó a la ventana, tras los cristales observó como nuevamente el viento levantaba nubes de polvo sobre la calle de tierra, sin embargo, el cielo era claro, iluminado por una luna enorme que bañaba de luz; calle y campo.

De pronto como salida de la nada, una nave con las velas infladas al aire, se recortó contra la luna, quedó atónito ante el espectáculo, quiso gritar llamar a su madre y no pudo, estaba paralizado, mudo ante semejante visión, en segundos, la nave se fue perdiendo de su vista.

Por la mañana, su madre lo encontró durmiendo en el sillón y cubierto con el viejo poncho del abuelo.

 

 


 

martes

Hay amores de todos los colores.


 



Lo vio llegar al bar, estaba distinto a la última vez.

Quince días atrás Lucas había entrado eufórico, el amor le brotaba por los ojos.

-He conocido a una mujer que cambiará mi vida, se llama Ivette – dijo mientras pedía un café.

Pedro lo había escuchado en silencio, era la historia de un amor apasionado y fantástico, tal vez, demasiado fantástico. La mujer en cuestión, era una señora muy rica, muy apasionada y tenía debilidad por los hombres jóvenes. El tema era, que ella le llevaba veinte años, pero a Lucas eso no le importaba, con solo ver la tarjeta dorada de la dama, sus joyas y conocer su piso sobre la Av. Libertador, su amor se despertó de golpe, como un viento zonda que lo arrastra todo.

Durante varias semanas, Lucas no apareció por el bar, hasta hoy, en que, con solo verle la cara, Pedro advirtió que el viento zonda se había transformado en una huracán de viento y granizo.

-¿Qué te pasa Lucas…?

-Estoy desilusionado, Ivette me engaño -los ojos de Lucas despedían unas llamitas de furia- todo era mentira, yo creí en ella y sabes que hizo… ¡Me estafo!

Y allí comenzó a contarle:

-No sólo no era rica, ni dueña del departamento, era una estafadora profesional que vivía de sus encantos y de jóvenes tontos que creían sus historias de inversiones que siempre daban buenos dividendos. -estaba rojo de rabia, crispaba las manos y golpeaba la mesa con fuerza- Tan solo era, una mala mujer, creí en ella y todo fue una mentira, yo estaba en el piso de Libertador, cuando apareció el verdadero dueño y me metieron preso por usurpación de propiedad, cuando aclaré lo sucedido el tipo se compadeció y levantó la denuncia, pero el dinero que le di a ella, para las inversiones, ese, no lo recupero nunca más...

-Lucas, vos quisiste vivir a costa de ella y ella fue más viva que vos, te pagó con la misma moneda.

-Yo la amaba…- dijo casi llorando.

-Jajaja… a mí no me mientas, vos creíste encontrar una mina de oro de la cual ibas a vivir como un rey y se te dio vuelta la tortilla.

Lucas se levantó furioso, corrió la silla de un golpe y se fue.

Pedro pidió otro café, mientras sonreía pensando que hay amores de todos colores y su amigo era un caradura y un artista para el llanto.



lunes

¿Qué es el amor...?


 

Pedro era mi amigo de la infancia,  y ahora, frente a mí, me relataba algo que nunca hubiera soñado vivir. Estábamos en el bar del barrio, él pidió un café y me dijo:

-Te voy a contar algo que no me deja vivir en paz, el día siguiente a la muerte de mi esposa. Habíamos llegado del cementerio y ya se habían ido todos, quedábamos mi hermana y yo, en esos momentos yo era un pobre tipo, un hombre sin fuerzas y sin poder llorar. Ana fue el amor de mi vida, la única, a la que amé con sincero corazón.

Mi hermana se fue a descansar y yo quedé en la cocina, sentado y mirando el techo, como si pudiera encontrar en él, la razón de tanto dolor. Sonó el llamador de la puerta de calle, al abrir me encontré con un hombre desconocido, alto, casi calvo y de unos cuarenta años, le pregunté que deseaba y me respondió: soy Anselmo el amante de Ana. No respondí, quedé como un tonto mirándolo. Necesito hablar con usted, me dijo, ella me pidió que lo hiciera cuando sabía que su final estaba cerca. Usted está loco, fue lo único que pude expresar, unas ganas de tomarlo por el cuello y matarlo me surgió de repente. ¿Quién era este fulano que se animaba a ofender la memoria de mi Ana, adjudicándose el papel de amante…? Debió darse cuenta de mi furia y que estaba a punto de trompearlo cuando del bolsillo interior de su abrigo, saco un sobre y me lo entregó, eran fotos de ellos dos, Ana y ese repulsivo personaje, en diferentes lugares de la ciudad, en algunas abrazados, tomados del hombro y en otras que no pude casi mirar; se besaban. Me hice a un lado y le permití entrar, pasamos a la cocina, nos sentamos frente a frente, yo lo miraba con infinita rabia, sin embargo, él lo hacía con una paz que me hizo envidiarlo. ¿Cómo había podido Ana, engañarme con un ser tan simplón, casi soso?

Comenzó a contarme que se habían conocido en un café, un día de lluvia torrencial, conversaron, él la había invitado a llevarla en su coche hasta la estación de Urquiza y ella aceptó, cambiaron números telefónicos y así, sin darse cuenta, fueron conversando telefónicamente, luego comenzaron a salir y se enamoraron.

Sentí asco, furia, pero el tipo, hablaba de Ana con tanto amor, que me sorprendió, en un momento se largó a llorar, al decirme que Ana nos amaba a los dos y eso la hacía sentirse culpable, comprendí que el dolor de Anselmo y el mío eran parecidos, dos hombres sufriendo por la muerte de su amor. Yo estaba mudo, no encontraba palabras, Anselmo comprendió y sin decir nada más, ya lo había dicho todo, se fue.

¿Y Ana, quién fue Ana, una mujer enamorada de dos hombres que cruzaron por su vida, se puede amar así? ¿Qué fue de aquella Ana a la que conocí romántica y soñadora y a la que le fui siempre fiel?

 

Pobre Pedro… ¿Qué podía responderle? No tenía palabras que ayudaran a calman su pena, y su bronca, porque eso era lo que noté, Pedro estaba dolido y a la vez furioso.

-Amigo -le dije- la vida nos pone en laberintos o encrucijadas de las que no podemos salir, eso le debe haber sucedido a tu mujer, ella ya no está, no la juzguemos, trata de salir adelante y aunque no te va a resultar fácil, perdónala, al menos para tu tranquilidad.

Pedro dejó el café sin tocar, se levantó y con una sonrisa desvanecida en los labios, me saludó con un gesto de su mano bailando en el aire y se fue.

Quedé sola conjeturando mil ideas que no llevaban a ningún lado, aquella confidencia me había dejado tristeza y cansancio.



domingo

Señora Benet.


 

 Te vi aparecer rodeada de una bruma de años y nostalgia, caminabas lentamente; en la puerta, te detuviste insegura, y yo que te conozco, intuí qué te estaba sucediendo: tenías miedo.

Los ciclos de la vida se renuevan, pero no vienen acompañados por el olvido; por el contrario, ayudan a las culpas a crecer y las transforman en una mochila insostenible.

Te acompañaba un joven, un empleado de la inmobiliaria López, quien recorrió la cocina y dijo:

 —Hay muchos detalles que corregir señora Benet, si los dejamos tendremos que bajar el precio.

Mientras abría y cerraba las canillas del baño, volvió a preguntar:

 —¿Cuántos años hace que la casa está deshabitada señora Benet?

 —Seis años.

Tu voz fue un susurro, te faltaba el aire; tal vez, eran los fantasmas del pasado que aun sin manos intentaban ahogarte.

 —Se nota el abandono, Señora Benet.

 El empleado siguió observando, subió a la planta alta y recorrió las habitaciones. Minutos después regresó.

 —La ventana de un dormitorio tiene las persianas rotas, el baño de arriba pierde agua y se levantó el piso de cerámica, señora Benet.

 Me fastidiaba oírlo nombrarte por tu apellido, intentando darle a la pronunciación un dejo francés que no quedaba bien, vos seguías de pie al lado de la escalera, aferrada a la baranda. Tu cara ojerosa asemejaba un jazmín amarillento después de la lluvia, triste y cabizbajo.

 — Voy a hacer un balance de los detalles y le daré la tasación mañana por la tarde.

El empleado de la inmobiliaria ofreció llevarte hasta tu casa, le dijiste que no. Él no comprendió que no lograbas mover los pies, que estabas atrapada y clavada al piso con clavos de odio, de mi odio, Camila Benet. Estrechó tu mano y se fue, alto, rígido, con una frialdad que me estremeció. Tus ojos me recorrieron.

Habías tenido miedo de subir los escalones, de volver a revivir aquellos años donde armabas tus mentiras. Los años no borran las culpas, los que lo hacen son los jueces cuando se los compra y vos de eso sabes mucho. Te maldigo señora Benet, me robaste la alegría, hoy soy una casa triste, ya no hay música, ni cortinas bailando con el viento, sólo me acompaña el silente paso de los años. Ya no hay risas, el único que reía ya no está. ¿Por qué señora Benet, por qué?

 

 

 Cuento reeditado.

 

 

 

 

sábado

Tarde o temprano, iba a suceder.


 

Federico salió de su casa sin desayunar y con los minutos justos, llegó a la estación de Suárez, el tren ya estaba ahí. Subió a los empujones. 

Bajó en Retiro con la ropa arrugada, la camisa fuera del pantalón y el pelo cayendo sobre la cara como un plumero barato.

En la oficina, Dolores lo esperaba con cara de furia, los brazos en jara y su voz ronca.

—Como siempre, quince minutos tarde —le dijo.

—Perdí un tren.

Colgó la mochila y sentó en su cuchitril, ella siguió de pie y rezongando en voz alta.

Llegó Molinari, Dolores le preguntó:

—¿Qué te pasó que llegaste tarde?

Lo miraba con ojos tiernos. Él se sentó sin responder. Ella se inclinó en el escritorio y le susurró algo por lo bajo, él sonrió comprador. Siguieron conversando, Federico se moría de ganas por saber de qué hablaban. Ella había pasado los cuarenta hacía rato y Molinari había cumplido veintidós unas semanas atrás y la relación demostraba que iba más allá de un amable trato laboral.

 

El día fue largo. Apuros, legajos sin terminar y Dolores gritando por cualquier cosa a todos, menos a uno.

A las seis, Federico apagó la computadora y se levantó para salir. La jefa lo llamó.

—Federico faltan los legajos de la empresa de Miranda y Martí y el de Moreno Funes.

—Me los entregaron a las cinco de la tarde, imposible completarlos.

—No me interesa. Mañana a primera hora los quiero en mi escritorio.

—¿Me tengo que quedar?

—Usted sabrá que debe hacer.

Se quedó.

 

Terminados los legajos, los dejó en el escritorio de la jefatura, y salió. En el ascensor se encontró con un compañero de rentas.

—¿Querés que te alcance a tu casa? —le preguntó.

Respondió que sí, ya era tarde.

Bajaron al estacionamiento. Estaba oscuro. El sollozo de una mujer los detuvo. El sonido de lo que pareció un golpe y un grito, les puso la piel de gallina. Quiso intervenir, pero su compañero le hizo señas que podían estar armados.

 La voz de un hombre se elevó insultando, la mujer rogaba que no la dejara. Era una pelea de pareja. La voz masculina les pareció conocida. La de ella, no, era demasiado histérica. Un coche entró al estacionamiento, las luces los iluminaron y vieron asombrados a Dolores y a Molinari que seguían discutiendo. El coche dobló y todo quedó a oscuras.

—No me dejes acá, por favor -la voz de Dolores era un lamento.

—Ándate al diablo —respondió él—. Pedí un Uber.

Él subió a su moto y salió a toda velocidad. Ella pidió el Uber.

Habían visto a Dolores.  siempre fuerte, agresiva y ahora contemplarla tan frágil ante un tipo que la basureaba; parecía imposible.

Al otro día ella no vino a trabajar.

Avisaron que la internaron con un cuadro de intoxicación con pastillas. Había intentado matarse, pero ya estaba fuera de peligro.

Federico pensaba en el mal trato que Dolores prodigaba a todos e intentaba armar el rompecabezas de sus acciones y le fue imposible entenderla, seguramente ni ella se entendía. Cuando a la semana Molinari fue despedido, allí se dio cuenta que Dolores estaba reaccionando.

 



domingo

Una pulsera sin importancia.


La mujer subió al taxi, se notaba muy nerviosa, no dijo una palabra, solo le extendió un papel con una dirección. Raúl pudo ver en su muñeca una pulsera muy fina. Durante el viaje la pasajera no habló, él la observaba por el espejito, ella miraba la calle con ojos inquietos, parecía alterada.

Llegaron a la dirección convenida, ella pagó el viaje, bajó y entró apurada en un edificio.

Al llegar a la agencia y mientras esperaba su turno, algo llamó su atención en el asiento de atrás, una pulsera, la reconoció, era la que llevaba la última pasajera. La agarró, la hizo girar en su mano y le pareció de oro, él no era un entendido, pero estaba seguro que no era una fantasía.

Pensó: ¿y si la vendiera? Terminaría de pagar el departamento y podría comprar  una bicicleta a Juancito. Pero, era arriesgado, si la mujer hacía la denuncia y reclamaba en la agencia, es seguro que lo dejaban en la calle y adiós departamento y chau bicicleta. Mañana se acercaría a la casa y la entregaría a su dueña.

Antes del mediodía llegó a la dirección, tocó el timbre. En pocos minutos la mujer abrió, lo miró sorprendida y dijo:

-No he pedido taxi…

-Señora, ayer la llevé en un viaje y luego encontré su pulsera en el asiento de atrás…

Ella lo miró sorprendida y dijo:

-Que amable, no hacía falta es una baratija…sin importancia.

-Me pareció importante, pensé que era de valor.

Se notaba en ella los mismos gestos del día anterior cuando subió a su taxi, inquieta, nerviosa, lo miró de arriba abajo y con un gesto despectivo, exclamó:

-No vale nada, ya que le gustó, guárdela, tal vez pueda regalarla a una amiga y quedar bien, Gracias.

Y sin agregar palabra, de un golpe, cerró la puerta.

Raúl quedó como una estaca, parado y sin entender los modos de la mujer, ni su gesto grosero.

Subió a su coche y observó la pulsera, nuevamente dudo, de que fuera una fantasía, mejor era sacarse la duda.

En la calle Libertad son varios los negocios que compran joyas, entró en uno, luego en otro y cada vez se sentía más mareado.

El valor de la pulsera era increíble, no se había equivocado, al fin la vendió al que mejor valuación le dio. Con el dinero en efectivo, fue directo al banco, hizo el depósito y recién ahí respiro tranquilo.

Pagaría el departamento y con suerte compraría la bici a Juancito.

Pero, que le había pasado a esa mujer. ¿Por qué dijo que era una baratija? ¿Por qué lo trato tan mal?

Vaya uno a saber, se dijo por lo bajo, hay cada loco suelto…

Pensando y maquinando miles de respuestas, subió a su taxi, lo estaban reclamando de la agencia, un pasajero apurado lo esperaba..

 



 

 

El María Teresa.

    Desde pequeño, a Juan lo encandilaba el velero dentro de la botella. El tío Marcos lo había diseñado, como a muchos otros, aunque ni...