domingo

Un vestido rojo con flores amarillas.


 

 

 

Él la había soñado muchas veces, tan frágil y bella como una mariposa, hasta que un día la vio reflejada en el espejo. Tendió sus manos y lentamente ella se fue deslizándo hasta  su mundo de poeta enamorado del amor.

 En sus ojos de un color inexplicable, por momentos verdes como la menta y en otros azules como el cielo de verano, el poeta descubrió su mundo soñado. Ella sonreía y giraba bailando al son de una música imaginaria y lograba que su  vestido rojo con flores amarillas, flotara tan suave y liviano como su cuerpo.

Se amaron sin pensar en la magia misteriosa de su presencia, el poeta no analizaba quién era ni de dónde había llegado.

La bautizó Beatriz como la enamorada del Dante y juntos vivieron los días más felices, era un cuento de hadas que había escapado de un cristal.

Hasta que sin saber cómo, un golpe de viento quebró el espejo y Beatriz  fluyó de su abrazo y fue una voluta de humo elevándose en el aire. Solo dejó  cristales rotos y en sus manos un vestido rojo con flores amarillas.



Garmendia, el Psiquiatra y la religiosa.


 

 

Desde una mesa en un café de Constitución, una pareja reía, era tanta su diversión que llamó la atención del Detective  Garmendia que tomaba su café con medialunas. Pudo apreciar que evidentemente disfrutaban burlándose de alguien, algunas  palabras llegaron hasta el detective: tonta, ridícula, que buen botín…

Al llegar Carmona, el ayudante de Garmendia, la joven y el señor mayor seguían con su divertida charla. Carmona pidió un café y tomó asiento, al ver a Garmendia interesado en la pareja le hizo un gesto para saber qué sucedía. Por lo bajo el detective le dijo:

—Esos dos no me gustan, hablan muy divertidos de una hazaña que realizaron y creo que no es algo bueno, les escuche decir “que consiguieron una gran ganancia”.

—Vos ves ladrones por todos lados—respondió el ayudante mientras bebía su café.

—Es que no me gustan sus caras, hay algo en ellos que no se explicarte y es más, cuanto más los miro, me parecen conocidos de algún lado, en especial el tipo.

No podía dejar de sentir una mortificante sensación de fastidio, aquellas caras riendo, estaban ironizando a alguien, el hombre denotaba cierta dosis de cretinismo y ella bajo su cara infantil, la soberbia de quien se siente superior.

Carmona comenzó a prestarles atención, ellos llamaron al mozo abonaron su consumición y se retiraron.

—Seguilos —dijo Garmendia.

Carmona dándose prisa bebió el último sorbo, se levantó y guardando distancia  fue tras ellos, en la calle, el viento frío de otoño lo empujó hasta su auto.

Garmendia se acercó a la mesa vacía y se detuvo en cada papel que habían dejado; servilletas, un boleto de tren y un bollo de papel que al estirarlo dejo ver una dirección, no conocía esa calle “Punto cardo” 65.

Al llegar a su oficina busco ayuda en Google, nada encontró, esa dirección no le decía nada. Recordó el boleto de tren: Constitución hasta Gral. Molinos. Rastreo el pueblo y la calle;”Punto cardo” Allí estaba nacía en una plaza y terminaba en la estación de trenes. No conforme con eso, fue a buscar información de estafadores, abrió la pantalla de su notbook, y la ventana correspondiente se abrió; fueron desfilando rostros, la mayoría conocidos. Después de casi una hora descubrió al hombre, se lo veía más joven, pero no había dudas era él, de la joven no halló nada.

Mientras anotaba el nombre, Carmelo Gaite, y una  dirección en San Martín, leyó los antecedentes; ladrón y estafador, desde el año 2008 se lo buscaba por una estafa a un grupo de  jubilados de Brandsen, mientras seguía leyendo el prontuario de Gaite, entró Carmona.

—Están alojados en un hotel de la calle Lavalle. ¿Vos encontraste s algo?

No respondió hizo girar la pantalla y le mostro la cara de Gaite.

Carmona leía y no ocultaba su sonrisa.

—Que olfato tenés, y pensar que creí que ya estabas poniéndote senil…ves una pareja en un bar y ya te parecen mafiosos, ¿cómo haces?

—Los reconozco por el olor —respondió Garmendia.

El detective tomó el teléfono y buscó que lo comunicaran con la policía de Gral. Molinos. Se presentó y preguntó si había sucedido algún robo o estafa en especial a jubilados. La respuesta fue rápida, a jubilados no, pero si a una turista que se hallaba de descanso en el pueblo. Envió la foto de Gaite  y a partir de ahí todo se fue deslizando fácilmente.

La pareja que protagonizo la estafa era un hombre que se hizo pasar por psiquiatra y la mujer joven vestida de religiosa,  habían sugestionado a una mujer con el sonido de un piano y con el cuento del hipnotismo se habían alzado con su dinero y una caja con joyas.

No había dudas eran ellos, partieron rápidos, la alegría les duro poco, cuando llegaron al hotel de la calle Lavalle los pajaritos habían volado.

Tendrían que comenzar de nuevo. Garmendia estaba furioso, abrumadoramente pasaban los segundos, hasta que al fin dijo:

—Si robaron joyas, van a venderlas  en alguna casa de la calle Libertad y el único que compra joyas robadas es Kallman, vamos a verlo.

Kallman negó toda compra, le mostraron una foto de Gaite y juro no conocerlo. Garmendia no se conformó con las respuestas de Kallman, puso vigilancia y  fue a la dirección del estafador en San Martín, seguramente sería la casa familiar y con suerte hubiera regresado al nido. No estaba. El padre, un anciano tembloroso aseguro que hacía años que no lo veía.

Un día después recibieron el llamado de uno de los hombres que vigilaban a Kallman, Gaite estaba en la joyería.

El coche de Garmendia voló hasta llegar a la calle Libertad. Una señorita encantadora los atendió, pero de Kallman y Gaite ni noticias. Sin pedir permiso. Solo con mostrar sus credenciales, salieron por una puerta lateral y siguieron un pasillo hasta el fondo, allí otra joyería se abrió ante sus ojos, varias personas conversaban animadamente, Kallman al verlos cambio de color. Gaite interpretó que algo estaba sucediendo e intento escapar.  El agente que había custodiado el local lo detuvo.

Recuperaron las joyas, Gaite estaba a punto de venderlas cuando Garmendia y Carmona llegaron.

Kallman y Gaite presos. Faltaba la mujercita que se había hecho pasar por monja, no tardaron mucho en hallarla, su compinche  declaró que viajaba a Pinamar con un nuevo incauto al que pensaba estafar.

Llamaron a la mujer a la que habían estafado con la música de piano y el hipnotismo, para que reconociera a los estafadores.

—No hay dudas, son ellos —declaró.

Al ver las alianzas artesanales que pertenecían a su padre, no pudo contener su emoción y confirmó eran de su propiedad, las mismas que le habían robado el mentiroso Dr Garbó y la religiosa con carita de ángel.

 


El Psiquiatra y la religiosa.


 

 


 

La música brotaba de los árboles  y se instalaba en el jardín, primero lenta, luego fuerte hasta aturdir mis oídos, la primera vez que la oí, bajé corriendo las escaleras de la pensión y salí al parque, al llegar  el piano había cesado, quedé como una tonta dando vueltas entre los pinos, el silencio era total. Volví a entrar  el reloj del comedor marcaba las 2;10hs, no logré dormir en lo que quedaba de  la noche, pensando en ese piano enloquecido.

Nadie en la pensión lo había escuchado. Doña Lola la dueña, era sorda y los otros dos inquilinos, que   habían llegado ese día con el tren de la tarde, nada escucharon. La joven,  una monja de rostro aniñado  solo negó con la cabeza ante mi pregunta.

Todo me resultaba muy extraño, “debe haber sido un sueño,” exclamó el hombre mayor, quien dijo llamarse Felipe Garbó y que era psiquiatra y estaba en viaje de descanso.

La religiosa nada comentó de su estadía en la pensión, pero era raro verla sola en ese lugar. Yo había llegado para descansar unos días y luego seguir viaje hasta el pueblo vecino donde debía entregar un trabajo realizado por mi padre que era joyero artesanal.

La noche siguiente  volví a escuchar el piano,  nuevamente corrí  al parque y se repitió lo mismo de la madrugada anterior.

Al preguntar a la religiosa y a Garbó, dijeron que nada habían escuchado.

Durante tres  noches se repitió la situación. Me sentía muy mal, ya que mientras todos dormían muy tranquilos yo lo pasaba en vela. La religiosa comentó que las almas en pena solían  vagar por las noches y que seguramente la música que llegaba era de algún pianista que había muerto violentamente y buscaba su descanso eterno, me estremecí, esos temas me producían escalofrío y para completarla; doña Lola recordó que unos años atrás asesinaron  a un pianista en el pueblo. Por mi espalda corría la fría transpiración del miedo.

Comentando con el psiquiatra mi situación, dijo que le gustaría estudiar mi caso mediante una sesión de hipnotismo, era tal mi desesperación que acepté, la religiosa dejó de lado su apatía y se unió a nosotros ya que  el doctor, según dijo, necesitaba ayuda. Doña Lola nada quiso saber con esas cosas raras  y se retiró a dormir. Según  Garbó, debíamos realizarlo a la misma hora en que yo escuchaba la música, así que a las 2;00 de la mañana, psiquiatra y religiosa entraron en mi cuarto, Garbó trajo una botella de licor y nos convido antes de comenzar la sesión, dijo que era bueno entonarse antes de entrar en trance.

Sin luz, nos sentamos alrededor de la pequeña mesa, guardamos silencio, yo no me sentía bien, deseaba escapar, recuerdo la voz ronca de Garbó, suavizarse y por momentos alzarse hasta ser un trombón, mientras un péndulo se movía frente a mis ojos y nuevamente el miedo me hacía transpirar hasta que perdí el conocimiento.

Desperté sobre mi cama, mi reloj marcada la 10; 00 de la mañana. Me levanté, no recordaba nada de la noche anterior, solo veía el péndulo frente a mis ojos y la cabeza se me partía de dolor.  Fui a la cocina a pedirle a doña Lola una aspirina, no vi  a la monja, ni al psiquiatra, le pregunté  por ellos y respondió que se habían marchado  esa madrugada en el tren de las cinco.

Extrañada el comportamiento de los dos, volví a  mi cuarto. Mientras preparaba mi maleta para seguir mi viaje al pueblo siguiente me di cuenta que me faltaba la caja de las alianzas que debía entregar al joyero amigo de mi padre y mi dinero.

Entonces comprendí, me habían timado, toda esa puesta en escena,  del piano que solo yo escuchaba y la sesión de hipnotismo  fue para robar mi dinero y las alianzas de oro, modelos únicos diseñados por mi padre y que valían una fortuna, me habían dejado sin un peso partido por la mitad y con la rabia de haberme dado cuenta que había sido una tonta.

Al hacer la denuncia ante la policía y dar los datos de los ladrones, me informaron que eran dos cacos conocidos por ellos  y que hacía años los buscaban. Trabajaban bajo diferentes disfraces y siempre encontraban alguna persona descuidada y credula que caía en sus trampas, como yo, por ejemplo.

 

 

 

Es simplemente un cuento, pura imaginación.

 


lunes

Mi abuela María.


 

Era española, oriunda de la Coruña, Galicia. Me hablaba de su pueblo, sus calles y la plaza, dónde cada día iba a buscar agua de una fuente.

—Abuela ya no se saca agua de las fuentes —le decía— hay agua corriente en las casas de España.

Ella no me creía, atesoraba en su memoria aquellos recuerdos y creía que así era en la actualidad.

Y me  hablaba de sus primas y de sus hermanos a los que conocí, algunos por fotos, a  otros porque se radicaron en Buenos Aires.

Con paciencia aprendió a leer y escribir sola,  fue  autodidacta total. Trabajadora hasta quedar sin aliento. La recuerdo sentada en el patio de su casa, tejiendo o planchando para sus vecinas que le pagaban muy poco, pero ella lo hacía con placer. Eran los momentos en los que me contaba historias que yo escuchaba muy atenta, las mismas que con los años se transformaron en cuentos. Vivía sola por decisión propia, no aceptaba vivir con los hijos. Para ella lo importante era la limpieza. No le gustaba cocinar, una vez la encontré con un  malestar terrible, estaba pálida y con dolor de cabeza. Como conocía  sus costumbres, le pregunté:

—¿Abuela que comiste?

—Un churrasquito.

—¿Y qué más? 

—Papas y huevos fritos— respondió y agregó al ver mi gesto:

— ¡No tenía otra cosa en casa y no quise salir a comprar!

—¿Y por qué no preparaste, papas y huevos hervidos?

—¡¡No me jodas, así no me gustan!!

Era mi abuela.  Pequeña, inquieta y con un carácter terrible, así decían sus hijos, recordando los coscorrones de la infancia. Para  mi hermano y para mí fue siempre dulce.

María del Carmen Castro partió en primavera, un 28 de Noviembre, me dejó su ejemplo de trabajo y sus recuerdos de una España que ya no existe.

 

 



martes

Pegaso.


 

 

 

Aquel viernes llegué temprano a la clínica donde mi hermana María se hallaba internada. La encontré sonriente y su palidez habitual  había cambiado por unas mejillas sonrosadas que me alegró contemplar.

Se lo dije,  ella sonrió y me dijo:

—He vivido la noche más bella de mi vida.

—Dormiste con Brad Pitt —dije para hacerme la graciosa.

—Mejor que eso, lo que viví fue real, no un sueño…

No respondí y dejé que siguiera hablando.

—Recordás  que cuando mirábamos el cielo, yo descubría entre las nubes figuras, un pato, un mono y una vez te dije que encontré un caballo con alas y que era igual a Pegaso.

—Si, sólo vos lo viste, para mí era un montón de nubes sin forma.

—No era así,  ese día yo me había enterado que padecía una enfermedad terminal y le pedí al  caballo alado que me llevara a recorrer el mar y a volar por paisajes que desconocía.

Me miró esperando que respondiera, pero guardé silencio, tenía miedo de derrumbar su ilusión.

—Anoche le pedí a la enfermara que abriera la ventana, hacía calor y quería ver la noche estrellada, ella me dio el gustó y la abrió  —intentó levantarse y la sostuve, estaba muy débil— es el cansancio, después de volar tanto —me dijo.

—¿Soñaste que volabas? —pregunté, mientras la ayudaba a sentarse en su cama y le acomodaba las almohadas.

—No soñé, fue real,  Pegaso el caballo mitológico, entró anoche por la ventana y con un relincho me despertó, era hermoso, suave como el terciopelo y muy blanco, se inclinó para que subiese a su grupa y no sé de dónde me salieron las fuerzas; subí.

Hizo silencio le cansaba hablar.

—Salimos volando a la noche, me aferraba a las bridas, cruzamos bosques oscuros donde las luciérnagas iluminaban  nuestro vuelo formando senderos brillantes, llegamos al mar, las olas me salpicaban los pies y al alzar los ojos vi tantas estrellas como nunca había visto, la emoción,  por momentos me hacía reír y llorar, de pronto  vi un resplandor que subía desde el horizonte; era el amanecer, Pegaso de detuvo y la belleza de ese paisaje increíble hizo que mi corazón saltara en mi pecho. Cuando regresamos y volví a mi cama, me dormí con una paz que no te puedo explicar lo bien que me sentía —cansada de tanto hablar, cerró los ojos—tengo sueño— me dijo y se fue quedando dormida.

Acaricie su frente, no tenía fiebre, eso era bueno, respiraba serena y sonreía.

Salí al pasillo, de la habitación de al lado se asomó un señor muy serio, se acercó y con enojo me dijo:

—Quiero decirle que mi esposa está recién operada del corazón, debe estar tranquila, y anoche en la habitación de su familiar hubo demasiadas risas y relinchos que la despertaron y no la dejaron dormir, parecía que había realmente  un caballo en el cuarto, voy a presentar en la dirección una queja, esto es un hospital o ustedes no se dieron cuenta...

Quedó esperando mis disculpas y como yo no atiné a decir palabra, se retiró más enojado que cuando llegó.

Hasta el día de hoy sigo buscando a Pegaso en el cielo o una explicación lógica, pero  ninguna de las dos cosas he encontrado.

 

 


lunes

El miedo y la verdad.

           

 

   Era una mañana de otoño, el teléfono agitó el aire con su sonido y al atender mi madre pareció paralizarse. Mi padre estaba internado en el hospital  y muy grave, había sufrido un accidente

Llegamos en un auto de alquiler que parecía volar sobre el asfalto.

La puerta de terapia era un muro que nos separaba de él  y en nuestra desesperación, caminábamos de un lado a otro. Se nos había hecho noche en pleno día.

Las horas se estiraban, la angustia desbordaba nuestra paciencia. Al fin se abrió una puerta y nos llamaron.

 Lo habían operado, los cirujanos habían realizado  lo posible, sólo quedaba esperar.

 

Al día siguiente; sucedió lo inexplicable. Una presencia cambió mi vida y digo mi vida, porque mi madre nunca se enteró de lo sucedido. Esperábamos  el informe médico, cuando una joven se acercó a una enfermera  y le preguntó por Salvador Martín. Me acerqué y le dije que yo era la hija de Salvador, ella sonrió y me dijo; soy Alma Rodríguez, su novia. El piso se estremeció bajo mis pies, mi madre ajena a nosotras, seguía a un costado de la sala, abrazada a la desesperación que produce el miedo; sus ojos no se movían  del piso.

—¿Qué novia? Mi padre está casado con mi madre, desde hace veinte años.

Ella abrió los ojos enormes, tan claros que parecían de agua y cielo, leí en ellos la sorpresa. Tendría unos treinta años, tal vez algo más, pero era tan frágil que me dio la sensación de que se quebraría ante mis palabras.

—¿Qué me estás diciendo? —Se apoyó en mi brazo, temí que fuera a caerse — ¿Es una broma?

La tomé de la mano y la llevé por el pasillo, hasta un ambiente amplio y calmo.

—¿Estamos hablando de la misma persona? —pregunté—. Mi padre trabaja en la agencia de seguros de Gorriti y Hermann, tiene cuarenta y cinco años, es alto, muy delgado y tiene una cicatriz en la frente.

Hablé de corrido y tan rápido que  quedé sin aliento.

Ella no respondió, asintió con un movimiento de cabeza. Temblaba, lloraba igual que una nena, hipando y gimiendo, su cara se había puesto roja, sus lágrimas rodaban  y no sabía cómo calmarla.

—Por favor no llores y explícame desde cuando salen como novios.

—Soy empleada en el banco que opera tu padre, desde hace tiempo nos conocíamos y hace un año que salimos como novios, él me dijo que era viudo y yo le creí…

Un miedo inexplicable leí en sus ojos y se largó a llorar nuevamente.

 

Desde la puerta de terapia nos estaban llamando para darnos el informe más terrible; mi padre había muerto. Mi madre gemía desconsolada, nos abrazamos, vi que Alma se había sentado en el piso y se cubría la cara con las manos. Ni una lágrima brotaba de mis ojos.

No podía llorar, una mezcla de pena y bronca me apretaba la garganta. Nos hicieron pasar a  terapia.

Al salir, Alma ya no estaba.

Semanas después la busqué en el banco en que trabajaba, me dijeron que  había renunciado y que no me podían dar su dirección.

 

Pasaron meses en los que la busqué, hasta que al fin me dije que debía ocuparme de mi madre y dejar que ella hiciera su vida.  

Luego de ocho años la volví a ver. Bajó del tren en Retiro y me acerqué, llevaba de la mano a un niño, la llamé por su nombre, se volvió y al mirarme descubrí  miedo en sus ojos, el mismo de aquel día  en el hospital; “perdón no la conozco”, me dijo y se alejó apurada. Iba a correr tras ella, comprendí que debía dejarla, tal vez algún día cambiará de opinión y  me diría que tengo un medio hermano con los  mismos rasgos y la mirada azul  de mi padre.

 

 

viernes

Infancia.


 

 

 

 

Había sido un verano terrible, nuestra pequeña casa,  sin ventilador era un horno en medio del campo.

Vivíamos sobre calle de tierra, era la hora de la siesta cuando vi avanzar a los tumbos un coche que entre los pozos y los desniveles sufría por avanzar, se detuvo en nuestra puerta.

Bajó una mujer  mayor, mi madre salió a recibirla y me dijo:

—Acércate que es tu abuela Mariana.

La mujer me saludó sonriente con un beso en la mejilla.

Mamá la hizo pasar, se encerraron en la cocina, me dejaron afuera con Cuco mi perro. No sé cuánto tiempo estuvieron hablando, cuando salieron mi madre dijo que me tenía que ir con la abuela, me dio una mochila con ropa y me dijo; que pronto, me iría  a buscar. Me abracé a Cuco llorando y la señora mayor sonrió, me dijo que si lo quería llevar, podía hacerlo, en la casa había lugar, subí con él en brazos, era pequeño y sus ojos parecieron alegrarse, como si entendiera que no se iba a quedar solo, la señora  cargó  la mochila, mi madre me dio un beso rápido  y no sé por qué, me pareció  que se alegraba con mi partida.  A los tumbos llegamos a la ruta, a partir de ahí el viaje fue agradable.

Estuve triste los primeros días, después se me fue pasando, Cuco fue mi compañero inseparable.

Mi primera alegría fue cuando la abuela Mariana me dijo que debía ir con ella, me iba a anotar en el colegio, “vas a empezar a ir a la escuela”

Mamá no me quería llevar, decía que estaba muy lejos para ir caminando todos los días  y que cuando comprara una bicicleta iríamos en ella, ya tenía ocho años y la bicicleta no había aparecido.

En pocos meses yendo a la escuela  y con la ayuda de la abuela, aprendí a leer y escribir, ella decía que yo era muy inteligente.

 

Sin que me diera cuenta pasaron dos años, crecí, encontré dos amigas que venían todas las tardes a hacer los deberes y a jugar; Tina y Emma.

De mi madre no volví  a tener noticias, hasta que una tarde apareció en la puerta de calle, casi no la reconocí por la elegancia y el pelo teñido de rubio.

Nuevamente como aquella mañana en el campo, las dos, madre y abuela,  se encerraron  a hablar, esta vez hubo gritos, mamá, estaba furiosa.

Salió y me dijo: “Prepárate que nos vamos.” La abuela se puso delante mío y le dijo que no, que no podía arrastrarme a su vida de loca, yo no entendí que había querido decir.  Me abracé  a la abuela Mariana. Mamá me agarró de un brazo y comenzó a tirar como si yo fuera una muñeca de trapo, le mordí la mano y recién me soltó. Se fue enojada y dando un portazo, un auto lujoso la esperaba y en él se fue.

Semanas después llegó un señor de traje oscuro y cara seria, traía muchos papeles, la abuela Mariana los leyó, firmó y luego me dijo: “Vamos a tener que presentarnos ante un juez de menores”.

No hablamos más del tema hasta el día de la cita en el juzgado.  Primero entró ella y yo esperé afuera, cuando salió tenía los ojos rojos, sólo me dijo; “responde tranquila a lo que te pregunten, no mientas.”

Dos mujeres sonrientes me esperaban, una de ellas era amble y hablaba con dulzura, la otra  me clavaba los ojos, como si fueran cuchillos.

Muchas preguntas sobre mi vida con mi mamá.

Conté todo lo que había querido olvidar en los últimos dos años. Los fines de semana con la vecina. Los novios de mi madre  eran  buenos, me regalaban chocolates, cuando alguno de ellos llegaba a la casa, Cuco y yo nos alejábamos, desde arriba de la higuera los escuchábamos  reír y cuando ellos se iban, dejaban botellas de cerveza vacías sobre la mesa, mi mamá se iba a dormir y yo limpiaba como podía, el desastre que habían dejado.

Preguntaron cosas que yo no entendía, luego comenzaron con la abuela Mariana.

¿Es buena contigo?  ¿Te reta, te pega, qué te da de comer….? Muchas preguntas tontas y por último: ¿Con quién quieres vivir?

—¡Con la abuela Mariana! —respondí.

—¿Por qué?

—Porque no grita, me lleva a la escuela y no me tira del pelo… y cocina todos los días, a veces, para mi sola…

Se miraron las dos mujeres con un gesto  en la cara que no entendí.

Después me enteré que la señora  de la mirada como cuchillos, era la juez de menores, en sus manos estaba mi destino.

Tardaron varias semanas en decidir que iban a hacer con mi vida, nos llamaron nuevamente y decidieron que mala o buena,  mi madre era con quién debía estar.

Ella me vino a buscar una tarde de lluvia. Con mi capa y mi paraguas rojo, me abracé  llorando a la abuela.

Fuimos a vivir a una casa elegante, con jardín y muchas flores, pero Cuco se quedó con la abuela.

Extrañaba  mi mundo tranquilo en casa de Mariana, y  a mis amigas Emma y Tina, los meses pasaban y no me acostumbraba a tanta soledad, había una chica que me acompañaba, pero se pasaba las horas mirando televisión o pegada al celular.

Hasta que un día todo terminó.

Desperté en el hospital con un brazo y la pierna derecha enyesados. Me preguntaron que me había sucedido y les dije, que mi madre, enojada, me sacudió de un brazo y trastabillé  por el empujón y caí por la escalera. Mamá gritaba que era mentira que caí sola, nadie le creyó,  estaba más histérica  que nunca.

Nuevamente el juez de menores, psicólogas y me enviaron a la casa de la abuela Mariana para siempre. Volví a mi escuela del barrio, a mis amigas y a correr en el jardín   con mi perro.

 

Cuco es mi confidente y el único que sabe la verdad, aquel día, yo solita me tiré por  la escalera.

 

 


Un vestido rojo con flores amarillas.

      Él la había soñado muchas veces, tan frágil y bella como una mariposa, hasta que un día la vio reflejada en el espejo. Tendió sus ...