miércoles

Ese efecto de vuelo cansado.

 

 

 

“Ese efecto de vuelo cansado”

Concurso homenaje a Julio Cortázar. Basado en la historia de la novela “Rayuela”

Cuento finalista.

 

 

Hoy regresé a París crucé su niebla gris 
lo encontré tan cambiado,

las lilas ya no están 
ni suben al desván

 moradas de pasión soñando como ayer…

 

“La Boheme”   de Charles Aznavour.

 

 

Había conocido a Oliveira en una reunión de jóvenes idealistas que soñaban con cambiar el mundo,  en aquellos años él llegaba siempre con una joven a la que llamaba la Maga. Se los notaba enamorados, al menos ella lo miraba con tanta ternura que emocionaba. Me invitaron varias veces a sus reuniones del Club de la Serpiente, las discusiones filosóficas terminaban siempre en disputas en especial cuando el vodka  nublaba  los ojos y nos trababa la lengua y nuestras mejores ideas se perdían adormecidas con la voz de Satchmo.

Me fui haciendo habitué de esos encuentros, hasta que debí viajar a Buenos Aires, al regresar un año después, el grupo ya no existía.  Horacio Oliveira vivía solo en una bohardilla de La rue Rivoli.  Lo encontré extraño, no era el mismo, vegetaba obsesionado por encontrar a la maga, solía salir a caminar, se perdía en los  laberintos de las  calles parisinas, que irremediablemente lo llevaban hasta el Sena y allí quedaba sobre cualquier puente mirando las aguas oscuras. A veces lo acompañaba tratando de distraerlo, pero su mente no estaba allí, ni él sabía por dónde vagaba.

Tiempo después me dijo que  regresaba a Buenos Aires, con la idea de viajar a Montevideo y buscar a la Maga. “¿Dónde la vas encontrar?” le pregunté. “Nunca nos citamos  y siempre nos encontramos”, me respondió.

Oliveira se fue y perdí todo contacto con él. Mi vida se fue integrando a la ciudad, sin embargo nunca pude olvidar a la Maga y a Horacio.

 

Creo que fue allá por el 68, yo lo recuerdo porque París era un desorden de manifestaciones y algarabía juvenil.  Creí verla pasar.

Podría haberme equivocado, pero era imposible que me  confundiera, conocía muy bien ese caminar tan suyo, como si las veredas fueran de algodón, ninguna otra mujer lograba ese efecto de vuelo cansado, parecía un pájaro en medio de una tormenta. Estaba seguro de que era ella, aunque en ese momento surgió la duda, tal vez era una mujer que se le parecía; ninguna se le  podía  parecer, ella era única, todas las mujeres estaban en ella, pero ella no estaba en ninguna.

La alcancé en la Rue de la Harpe, pero los estudiantes que iban y venían abrazados y cantando, me retuvieron; en un momento, ella dobló en el boulevard Saint Germaine, la vi entrar a un café, la seguí, demasiado bullicio, me aturdieron las voces elevándose en una música de discusiones y risas, el tintineo de la vajilla y yo perdido en el medio  de tanta algarabía ciudadana, no la encontré. ¿Dónde se había metido? Sentí ganas de llorar.  Necesitaba un café bien cargado, busqué una mesa vacía. Imposible.  Hasta que  un grupo se levantó, salieron cantando  una canción de Aznavour, qué locura.  Y recordé a Discépolo; Cambalache, la biblia y el calefón, que bien venia en este momento.

Miraba tras los cristales esos jóvenes que intentaban cambiar el mundo o al menos a Francia, este mayo Francés, va a quedar en la historia, me dije. El aroma del café era un bálsamo. Fue entonces cuando la vi detenerse en la calle y acercarse al ventanal, me miró,  apoyó la mano en el cristal y sonrió, quise levantarme e ir a su encuentro, con un gesto me detuvo, apoyé mi mano junto a la de ella y nos quedamos así. Las manos unidas, el cristal nos separaba, pude recibir su calor, me regaló su sonrisa, tan única, no había cambiado, me arrojó un beso y se fue. El grupo de manifestantes que cruzaban cantando, se la llevó. Envidié su alegría, no  imaginaban que estaban cambiando el mundo.

 reeditado.


domingo

El oro.


                                                                      CHARQUI.



 

 


La noticia le llegó por casualidad, un viejo borracho le mostró una pepita de oro del tamaño de una moneda de un peso, primero no le creyó, pero el viejo a pesar de su embriaguez hablaba seguro de lo que decía.

—Solo yo conozco ese recodo, en la puna hay muchos ríos en los que encontrar pepitas, pero de este tamaño, solo un lugar y el plano es mío, solo mío... —y reía a carcajadas. El pelo largo y de un blanco amarillento le caía sobre la cara y se perdía en su espalda, mal vestido, casi harapiento daba una imagen poco agradable.

Hablaba y se burlaba  de los tontos que buscan en cascadas  que las empresas mineras iban dejando abandonadas, al viejo le faltaban varios dientes y sin embargo su cara llena de arrugas resultaba simpática.

Lo vio borracho, no lograba sostenerse, calculó que sería fácil robarle el plano lo acompañó hasta su casa, un rancho perdido en un sendero entre motañas, que se caía por el abandono y la miseria.

Lo dejó en su camastro y el viejo cayó en un profundo sueño. Revisó cada cajón  de un destartalado mueble, dio vuelta varios cajones con papeles, el viejo le había hablado sobre un mapa, pero nada encontró, desilusionado salió tratando de encontrar el sendero por el que habían llegado, cuando recordó un detalle; el viejo cada tanto se tocaba el pecho.

¿Y si lo llevaba encima?

Seguramente por miedo a que se lo robaran.

Volvió a entrar. Le abrió la gastada campera, buscó en los bolsillos, nada. El viejo abrió los ojos. Él retrocedió.

El viejo comenzó a reír.

—Estúpido, ambicioso —gritó con rabia, la borrachera había desaparecido, sacó un revólver de debajo de la almohada—  ¿Querés oro? ya vas a conseguir oro, pero en el infierno.

Disparó una vez y alcanzó para perforarle la cabeza.

 

Enterró las tripas y los huesos.

—Qué maravilla — dijo en voz alta el viejo, que solo las piedras de las montaña escucharon— está vez voy a tener charqui para varios meses.

Y siguió salando y colgando la carne al sol…




viernes

El estanque.


 

Mi hermana Lili decía que en el fondo del estaque jugaban  ángeles, algunos  blancos, otros negros, todos  muy bellos. Lili  los veía y juraba que  sonreían cuando ella  les hablaba. Siempre pensé que mi hermana  estaba  loca, a pesar que mi madre no me permitía decirlo, yo lo sabía y mi hermano Luis también se había dado cuenta.

Los ángeles la esperaban por la tarde, así decía ella, les llevaba caramelos y chocolatines, yo la miraba desde la  ventana de la cocina. Arrojaba las golosinas sobre el agua, una a una,  algún truco realizaba; ya que cuando ella se iba, yo miraba el estanque y no encontraba  ningún dulce. Sólo los papeles del envoltorio en el agua. Lili bailaba sobre el borde, parecía flotar, elevaba los brazos y su figura se mecía en un vals imaginario.

Un día mi hermana Lili, desapareció. Mi madre en su ignorancia nos  negó explicación sobre su paradero. El primo Sebastián, me dijo que la habían internado. Meses después mi madre se vistió de negro, durante  años fue una sombra oscura deslizándose por la casa. Nunca nos dijo que Lili había muerto. Fue Sebastián quien  confirmó lo que  imaginábamos mi hermano y yo.

Mi madre se volvió  callada, sólo la mujer que nos llevaba a la escuela y nos asistía, conversaba con nosotros. Fuimos niños tristes, casi no jugábamos ni reíamos, cuando lo hacíamos mi madre se asomaba al ventanal y pedía silencio. Mi hermano ingresó  en un colegio militar,  sólo venía los viernes por la tarde, se iba el domingo  por la noche; mi aburrimiento crecía durante la semana, ir a la escuela y hacer los deberes no bastaba, necesitaba jugar, tener amigas.

Una tarde, sin nada que hacer, me asomé al estanque y allí estaba ella, era Lili, que rodeada de ángeles  que me saludaba.  Reclamaba caramelos para ella y sus amigos. Corrí al comedor, alcancé el frasco de golosinas. Llené mis bolsillos  y volé hasta el estanque.

Desde ese día juego con ellos. Lili me aconsejó que nadie debía saberlo, sería  nuestro secreto, no sea cosa que me internaran como a ella.


Reeditado.

 

Aquel perfume a rosas.


AQUEL PERFUME A ROSAS.

 

La recordaba demorándose en los pequeños detalles, los gestos, los juegos en  la casa de Villa Ballester, corriendo tras ella  entre los pinos del ancho parque. Las fiestas de cumpleaños, los globos de colores.

Aquella tarde,  ayudó a su madre a preparar las valijas, luego  el aeropuerto y su mano agitándose en el adiós.

Y su madre no regresó. Luego todo se perdía, en una bruma sin  memoria.

 

Carina quedó a cargo de la  abuela materna. Creció con ella, en el caserón  familiar, que parecía desmayarse  entre las viejas calles de Belgrano, con sus veredas oscuras sembradas de plátanos y paraísos. Solía recorrer las habitaciones en silencio. Cada vez que entraba al living, la pintura con la imagen de su madre atraía su mirada, con su belleza y el gesto tierno de su boca.

No sabía si era su imaginación; pero en  ese cuadro la sonrisa  cambiaba y sus ojos  la seguían, decidió  sentarse frente a  ella  y esperar un milagro.  Cerró los ojos y al abrirlos algo fantástico inundó el ambiente, penetró en un mundo mágico.  Su madre se sentó a su lado, la cubrió de besos y su voz la envolvió en una caricia. Desde el fondo del tiempo regresaron los recuerdos, el calor de sus manos acariciándola  y su perfume a rosas. 

 

No lo comentaría con la abuela ni con la tía Mariana, no quería terminar como su padre. Su padre… él no soportó la pérdida de su esposa. Eran tan felices, que nunca entendió el final de ese amor. Se hundió en una depresión profunda y  la tía Mariana creyó que lo mejor era internarlo. 

De la mano de la abuela, Carina iba a visitarlo, él la esperaba sentado en el parque, ella corría a sus brazos. Él la acariciaba, pasaba su dedo índice por su cara y sonreía, nunca hablaba. Luego la tomaba de la mano y paseaban por el sendero de tierra que se perdía entre sauces y acacias. Carina le hablaba del colegio, de la abuela y él escuchaba y sonreía. La niña regresaba con un montón de preguntas que su abuela respondía siempre igual, no sé.

 

Cada tarde, la abuela subía al primer piso, cedían sus flacos huesos a una siesta merecida. Carina tomaba asiento en el sillón del living y la imagen de su madre tomaba vida, un perfume a rosas crecía en el ambiente y arcano diseñaba lo irreal. Su mamá se sentaba a su lado, le hablaba, sonreía,  acariciaba su pelo y la besaba.  El misterio tejía una vida diferente y las dos bailaban tomadas de las manos. Y se abrían solos los pesados cortinado, y la luz de la tarde entraba, iluminando cada rincón.

El sonido de los lentos pasos  en la escalera  quebraba  el encanto. Al llegar al vigésimo cuarto  escalón, todo  regresaba  a la normalidad y la magia quebraba su cristal,  cuando  la voz de la abuela la llamaba  a merendar. El encanto duraba el tiempo de  una siesta.

 

Escondida detrás de la puerta de la cocina, Carina escuchaba,  hablaban de  ella. La voz de la tía Mariana era casi un susurro. La abuela lloraba. Logró escuchar frases sueltas: no puede vivir aquí…  necesita otra cosa… es un buen colegio… pupila…

Comprendió que querían  cambiar su mundo, la iban a encerrar en un internado y ya no volvería a estar con su madre, no bailarían  juntas, ni a estar entre sus brazos. Nunca más su perfume a rosas.

Esa noche su sueño fue inquieto, despertó varias veces rodeada de una negrura que sólo quebraba  las dentelladas de luz del foco de la calle, moviéndose con el viento y entrando curiosa  por la ventana.

 

A la hora de la siesta, la escuchó subir los peldaños, más lenta que otras tardes.

En la planta baja, Carina tomó asiento en el sillón, cerró los ojos y esperó. Comenzó la magia. Las manos oliendo a rosas acariciaron su cara, abrió los ojos y se abrazó a su mamá, repitiendo entrecortadamente las palabras que había escuchado de la tía Mariana. Su madre sonrió y tomándola de la mano la hizo girar. Carina olvidó sus temores y se dejó llevar, bailaron flotando en el aire. Eran dos mariposas disfrutando la primavera. Las cortinas se abrieron, la luz de la tarde barrió la vejez  de los muebles. Se abrieron las ventanas, las rejas cayeron como espadas sobre la tierra del jardín  y la voz de su madre surgió clara:

—Es hora de volar mi niña.

Y volaron.

 

La abuela fue a la cocina y preparó la merienda, como cada tarde. Llamó a Carina y no obtuvo  respuesta. Entró  al living. La ventana abierta de par en par  la sorprende, descubre el cuadro en el suelo, la imagen se ha quebrado. La niña no está. La busca, la llama… no aparece.

Ha salido a la calle, murmura. Se asoma a la ventana, imposible, las rejas son fuertes, las puertas están cerradas. No  ha podido  salir. Vuelve a llamarla. Recorre las habitaciones y no la encuentra.  Silencio en el viejo caserón.

Recorre cada rincón, grita su nombre. Carina no está en la casa. La abuela cae pesadamente en el sillón. El perfume a rosas  la sorprende, lo reconoce y se pone de pie, sin verla la presiente, desde el suelo la pintura quebrada de su hija parece sonreír, sonríe entre lágrimas y se pregunta: ¿Cómo explicar lo sucedido?.

Nuevamente en un último esfuerzo grita el nombre de su nieta. Le responde el silencio.

Llama a la tía Mariana y se sienta  a esperar.

 

 

 


Reeditado. En Argentina el 15/10 se celebra el día de la Madre, a todas ellas está dedicado este cuento.

 

El nuevo doctor.


 


 

Mi madre estaba deslumbraba con el nuevo doctor. Jaime Richardi  arribó a nuestro barrio  como la primavera luego de un invierno difícil, el invierno había sido el doctor Fúnez, quien junto con los años dejó por el camino la paciencia, en especial con las damas hipocondriacas como mi madre, que  siempre encontraba algún malestar nuevo o un dolor viejo.

En los últimos meses era natural  llegar de mi trabajo  y encontrar el Fiat 600 del nuevo doctor en la puerta y a pesar de que conocía a mi madre y sus nanas, mi corazón pegaba un respingo de temor.

Generalmente y para mi tranquilidad, la encontraba  en su sillón y al doctor a su lado escuchando sus historias, otro de sus méritos; sabía escuchar a los mayores.

Los ojos de mi madre centelleaban de placer cada vez que él abría su maletín y extraía la solución a sus problemas, frascos con  pastillas de diferentes colores, verde para después de almorzar y unas  rosa al acostarse eran la solución de sus males.

Con los nuevos medicamentos, dormía toda la noche y no se quejaba de  dolores de cabeza.

 

Una mañana llegó a mi mesa de trabajo una invitación; el consejo del Banco Salerno, casa central, solicitaba mi presencia.

Me ofrecían la gerencia de una nueva sucursal que  iban a abrir en Mar del Plata. Mi satisfacción no tenía límites, pero se desarmó cuando mi madre se negó a abandonar la casa y su mundo de jazmines y retamas.

Mis sueños se vinieron abajo, la ilusión de un cambio de vida para las dos se diluyó como arena en las manos.

Consulté con el doctor Richardi:

 —Si la lleva con usted  —me dijo—  va a hacer lo posible para amargarle la vida. Su mamá tiene setenta años, está sana, puede estar sola, pero para su tranquilidad, busque una persona que le haga compañía.

No fue  fácil convencerla, en realidad no la convencí, se negó a toda posibilidad de cambio.

No sabía qué hacer con mi vida, no quería dejar pasar una oportunidad tan importante por un simple capricho, me encontraba atada de pies y manos.

 

Al regresa una noche encontré una sorpresa que me cortó la respiración. Hallé a mi madre despatarrada en su sillón y la cabeza caída sobre el pecho. Sobre la mesa el frasco de  sus pastillas para dormir, vacío. Con urgencia llamé al doctor Richardi. Llegó en pocos minutos,  luego de revisarla,  me dijo:

—Cálmese, su mamá ha bebido demasiado, acérquese y huela.

En mi desesperación no había prestado atención a ese detalle. Se había bajado una botella de vino blanco que hallé en el piso acostada en un rincón. Estaba borracha.

—¿Y el frasco vacio doctor? —pregunté.

Sonrió.

—No hay peligro, son pastillas de azúcar y harina, un placebo, su madre es una mujer sana, no necesita drogas,  ella se convenció que eran para dormir. Está llamando su atención, no quiere que se vaya…

Al día siguiente el dolor de cabeza de mi madre fue verdadero.

Al fin acepté la gerencia del banco Salerno entre sus lágrimas  y sus enojos, partí al mes siguiente.

Pasado  su enfado, que le duro poco, me escribe diariamente en su whassap todas las novedades del barrio y me cuenta  lo buenas que son las pastillas para  que le recetó el doctor Richardi, la hacen dormir la noche entera.

 

 

 

 

 

jueves

Desde el sur congelado.

Patagonia Argentina.



 

 

 

Cuando nació Faustino Gamboa, su madre ascendió a los cielos con un suspiro, le dejó en la frente un beso, mientras que su padre lo maldijo por ser el culpable de que su mujer amada perdiera la vida. A partir de ese día la abuela materna se hizo cargo de él, no lo hizo por amor, fue por el qué dirán.

Creció solitario y salvaje como los yuyos del campo y según decía su maestra; muy inteligente con los números y gran lector de  libros que pedía en la biblioteca del pueblo.

Así fue creciendo…

 

Trabajaba en la estancia de los Galindez, era  especialista en trasquilar ovejas, su cuerpo sabía del duro trabajo, del viento sur y las bravas nevadas

El mes de julio llegó con viento y el frío se había encaprichado con el pueblo, nadie se animaba a salir, el peso de la nieve doblaba los árboles y los peones de la estancia se reunían en el galpón a tomar mate, rodeando un fogón que apenas templaba el ambiente.

Una tarde dejó de nevar y Faustino cansado del encierro escapó buscando llegar hasta el lago, lo halló congelado, el paisaje natural y hermoso, suavizó su rabia por tanto encierro. De pronto un gemido lo sacó de su embelesamiento y lo llevó hasta un recodo del sendero, era una mujer, que recostada contra un tronco de pino apenas lograba articular palabra, el frío la había agotado y respiraba con dificultad, la levantó y emprendió el camino a la estancia. Cuando estaba llegando un grupo de hombres le cruzó el camino, era el patrón Galindez y sus hijos, se acercaron y al ver a la mujer desmayada, increpó a Faustino:

—¿Que le hiciste Bruto?

—Nada, la encontré al borde del lago…

Galindez la tomó en sus brazos y sin decirle gracias se alejó seguido por sus dos muchachos.

Pronto se corrió la voz que  Faustino había salvado de una muerte segura a la hija del patrón. Ni Galindez ni su esposa le agradecieron  el gesto.

De la muchacha nada se supo, se comentaba que estaba enferma y vivía encerrada hasta que cambiara el tiempo y la primavera caldeara el clima.

Los días comenzaron a cambiar, agosto se llevó la nieve, pero el frío seguía firme.

Terminada la tarea del día, Faustino se encontraba solo en el galpón trenzando cuero, cuando apareció la hija del patrón, ella sonreía, Faustino quedó mudo, casi paralizado la miraba asombrado, tan blanca y frágil que hubiera podido desaparecer en el instante, era casi inmaterial, ella se acercó y él continuaba mirándola con asombro.

—Quiero agradecerle que me salvó de una muerte segura.

La voz lo quitó de su fascinación, no pudo responder, no sabía que decirle.

—Mi padre y mis hermanos me buscaban y solo usted me encontró… Gracias.

Ella comprendió su turbación y le dijo tuteándolo:

—Me escapé de la casa para agradecerte, es seguro que mis padres no lo hicieron.

Él intentó una sonrisa que solo fue un rictus sin forma. Se abrió la puerta y Juan, uno de los hermanos apareció recortando su figura contra el resplandor de un sol débil y de forma altanera le dijo a su hermana:

—Alma qué haces acá, sabes que no podes salir con tanto frío.

—Ya me iba, solo vine a saludar y agradecer a Faustino.

Con un gesto soberbio agarró a su hermana de un brazo y la llevó afuera, antes de salir le dirigió una mirada de fastidio que Faustino ignoro.

A partir de ese día y cuando Lucas y Juan no estaban en la casa, Alma  escapaba de su encierro, llegaba al galpón y conversaba con Faustino, a veces  pocos minutos por temor, pero cuando ellos viajaban a la capital, solían pasar las tardes hablando de los estudios de ella o del trabajo de él.

Algo había en Alma que lograba que Faustino renovara esa veta de ternura que llevaba escondida en su interior, tal vez, el afecto que su madre le dejó con aquel último suspiro, era otra persona cerca de Alma, no entendía el motivo, pero le alegraba el día con su presencia.

Alma debió regresar a la ciudad, la tristeza en los dos era enorme, fue ella la que lo abrazó y se quedó entre sus brazos, solo le dijo:

—Te quiero y voy a volver.

Faustino sabía que eso era imposible, un campesino bruto no se puede enamorar de la hija del patrón, debía olvidar la promesa de ella.

 

Pasaron años, el patrón murió, los Lucas y Juan  se fueron del país y Faustino quedó como administrador de la estancia.

Fue uno de los peones el que le dijo:

—Parece que la señorita Alma viene a instalarse en la estancia…

—¿Viene sola? —preguntó.

—Aja… quiere instalar un consultorio para niños, es médica.

 

El administrador y la médica se encontraron.

Había que acomodar algunas salas de la estancia para el consultorio y la sala de espera.

Los  dos habían cambiado, ella no era el ser inmaterial y pálido que Faustino había conocido, ni él, el bruto, criado entre animales. Faustino no podía evitar el galope de su corazón al verla, ella parecía ignorarlo, lejana y preocupada por cada detalle del consultorio.

El invierno llegó crudo, con nieve y un brote de gripe que logró que las salas de la estancia se convirtieran en un improvisado hospital infantil, Faustino fue un ayudante inesperado ante la crisis. 

La noche traía la calma y el descanso, Alma solía dormirse sobre el escritorio, por la mañana Faustino le aproximaba un café y las galletas que alguna mamá acercaba muy temprano.

 

Pasó el invierno. Llegó septiembre y el sol barrió la fiebre y la tos de los pequeños, la estancia siguió siendo el hospital infantil del pueblo y Alma comenzó a mirar con otros ojos a su enfermero improvisado.

Fue ella la que lo invitó a llegar al lago. El sol brillaba y el agua había tomado un celeste verdoso, se detuvieron ante tanta belleza, de pronto Alma señalo un gran ciprés y dijo:

—En aquel pino me encontraste y me salvaste la vida, ¿te acordás?

—Claro que me acuerdo, tu padre creyó que te había atacado…

—Mi padre y mis hermanos me veían como un ser débil y algo tonta.

—Yo te veía como un ángel, tan pálida eras en esos años.

—Siempre creí que estabas enamorado de mí…

Faustino intentó una sonrisa para disimular la turbación que las palabras de Alma le causaron, como él guardó silencio, ella prosiguió:

—Yo sí, me enamoré de vos.

—Cómo te vas a enamorar de un gauchito bruto.

—Nunca fuiste bruto, eso lo decían los demás, pero yo vi que no lo eras —ella se detuvo, se volvió hacía él —sigo enamorada…

—Doctora no juegues conmigo…

—No juego, te amo.

Faustino creyó que la tierra se movía bajo sus pies, quiso hablar y no lograba emitir palabra.

—¿Tu silencio quiere decir que no sentís lo mismo?

La tomo de los hombros y la acercó a él, la beso una y otra vez con tanta ternura que ella sonriendo exclamó:

—Me tenés miedo, tonto, te amo…

Regresaron abrazados mientras el sol se vestía en el horizonte de colores grises y rosados.

A veces las flechas del amor tardan en llegar porque Cupido se queda dormido, pero cuando se despierta cumple con su misión de hacer felices a los mortales.

 

 

 

 

 

 

 

 

Pinturas que inspiran.

"Mendigo" Pintura de  Felipe S. Gutierrez  Mexico.

 

 

La imagen me seguía con su mirada desde el rostro de un mendigo, que a pesar de su miseria; sonreía. Me embelesaba la realidad de la pintura, tan bella y lograda en su dolor, pero  al alejarme una voz entrecortada llegó hasta mi; “Lucha, vive, es tan corta la existencia que se escurre como arena y el mar de los años, se la lleva”. Me volví  a mirar el cuadro, no podía creerlo pero la voz había salido del mendigo, acerqué mi mano hasta la tela y noté estremecida el latir de un corazón. Un temor absurdo se apoderó de mí, retrocedí y busqué el pasillo de  salida, en el, encontré al guardia que lentamente recorría las salas del museo, le conté mi experiencia y con naturalidad respondió, señalando la pintura de  una bella dama vestida de blanco:

—No me asombra, la señorita Rosario me invita todas las noches a entrar en su cuadro, le dije que soy casado… pero insiste, tal vez un día responda a su requiebro.

Siguió su ronda y yo, sin conjetura alguna que explicara lo vivido y escuchado, escapé buscando la salida.

 

 "La señorita Rosario" del pintor, Felipe S. Gutierrez.




Ese efecto de vuelo cansado.

      “Ese efecto de vuelo cansado” Concurso homenaje a Julio Cortázar. Basado en la historia de la novela “Rayuela” Cuento finalist...