“Ese
efecto de vuelo cansado”
Concurso
homenaje a Julio Cortázar. Basado en la historia de la novela “Rayuela”
Cuento
finalista.
Hoy
regresé a París crucé su niebla gris
lo encontré tan cambiado,
las
lilas ya no están
ni suben al desván
moradas de pasión soñando como ayer…
“La
Boheme” de Charles Aznavour.
Había conocido a Oliveira en una reunión de
jóvenes idealistas que soñaban con cambiar el mundo, en aquellos años él llegaba siempre con una
joven a la que llamaba la Maga. Se los notaba enamorados, al menos ella lo
miraba con tanta ternura que emocionaba. Me invitaron varias veces a sus
reuniones del Club de la Serpiente, las discusiones filosóficas terminaban
siempre en disputas en especial cuando el vodka nublaba
los ojos y nos trababa la lengua y nuestras mejores ideas se perdían
adormecidas con la voz de Satchmo.
Me fui haciendo habitué de esos encuentros,
hasta que debí viajar a Buenos Aires, al regresar un año después, el grupo ya
no existía. Horacio Oliveira vivía solo
en una bohardilla de La rue Rivoli. Lo
encontré extraño, no era el mismo, vegetaba obsesionado por encontrar a la
maga, solía salir a caminar, se perdía en los laberintos de las calles parisinas, que irremediablemente lo
llevaban hasta el Sena y allí quedaba sobre cualquier puente mirando las aguas
oscuras. A veces lo acompañaba tratando de distraerlo, pero su mente no estaba
allí, ni él sabía por dónde vagaba.
Tiempo después me dijo que regresaba a Buenos Aires, con la idea de viajar
a Montevideo y buscar a la Maga. “¿Dónde la vas encontrar?” le pregunté. “Nunca
nos citamos y siempre nos encontramos”,
me respondió.
Oliveira se fue y perdí todo contacto con
él. Mi vida se fue integrando a la ciudad, sin embargo nunca pude olvidar a la
Maga y a Horacio.
Creo que fue allá por el 68, yo lo recuerdo
porque París era un desorden de manifestaciones y algarabía juvenil. Creí verla pasar.
Podría haberme equivocado, pero era
imposible que me confundiera, conocía
muy bien ese caminar tan suyo, como si las veredas fueran de algodón, ninguna
otra mujer lograba ese efecto de vuelo cansado, parecía un pájaro en medio de
una tormenta. Estaba seguro de que era ella, aunque en ese momento surgió la
duda, tal vez era una mujer que se le parecía; ninguna se le podía
parecer, ella era única, todas las mujeres estaban en ella, pero ella no
estaba en ninguna.
La alcancé en la Rue de la Harpe, pero los
estudiantes que iban y venían abrazados y cantando, me retuvieron; en un
momento, ella dobló en el boulevard Saint Germaine, la vi entrar a un café, la
seguí, demasiado bullicio, me aturdieron las voces elevándose en una música de
discusiones y risas, el tintineo de la vajilla y yo perdido en el medio de tanta algarabía ciudadana, no la encontré.
¿Dónde se había metido? Sentí ganas de llorar.
Necesitaba un café bien cargado, busqué una mesa vacía. Imposible. Hasta que
un grupo se levantó, salieron cantando
una canción de Aznavour, qué locura.
Y recordé a Discépolo; Cambalache, la biblia y el calefón, que bien
venia en este momento.
Miraba tras los cristales esos jóvenes que
intentaban cambiar el mundo o al menos a Francia, este mayo Francés, va a
quedar en la historia, me dije. El aroma del café era un bálsamo. Fue entonces
cuando la vi detenerse en la calle y acercarse al ventanal, me miró, apoyó la mano en el cristal y sonrió, quise
levantarme e ir a su encuentro, con un gesto me detuvo, apoyé mi mano junto a
la de ella y nos quedamos así. Las manos unidas, el cristal nos separaba, pude
recibir su calor, me regaló su sonrisa, tan única, no había cambiado, me arrojó
un beso y se fue. El grupo de manifestantes que cruzaban cantando, se la llevó.
Envidié su alegría, no imaginaban que
estaban cambiando el mundo.