Pedro
era mi amigo de la infancia, y ahora,
frente a mí, me relataba algo que nunca hubiera soñado vivir. Estábamos en el
bar del barrio, él pidió un café y me dijo:
- “Te voy a
contar algo que no me deja vivir en paz, el día siguiente a la muerte de mi
esposa. Habíamos llegado del cementerio y ya se habían ido todos, quedábamos mi
hermana y yo, en esos momentos yo era un pobre tipo, un hombre sin fuerzas y
sin poder llorar. Ana fue el amor de mi vida, la única, a la que amé con
sincero corazón.
Mi
hermana se fue a descansar y yo quedé en la cocina, sentado y mirando el techo,
como si pudiera encontrar en él, la razón de tanto dolor. Sonó el llamador de
la puerta de calle, al abrir me encontré con un hombre desconocido, alto, casi
calvo y de unos cuarenta años, le pregunté que deseaba y me respondió: soy
Anselmo el amante de Ana. No respondí, quedé como un tonto mirándolo. Necesito
hablar con usted, me dijo, ella me pidió que lo hiciera cuando sabía que su
final estaba cerca. Usted está loco, fue lo único que pude expresar, unas ganas
de tomarlo por el cuello y matarlo me surgió de repente. ¿Quién era este fulano
que se animaba a ofender la memoria de mi Ana, adjudicándose el papel de
amante…? Debió darse cuenta de mi furia y que estaba a punto de trompearlo
cuando del bolsillo interior de su abrigo, saco un sobre y me lo entregó, eran
fotos de ellos dos, Ana y ese repulsivo personaje, en diferentes lugares de la
ciudad, en algunas abrazados, tomados del hombro y en otras que no pude casi
mirar; se besaban. Me hice a un lado y le permití entrar, pasamos a la cocina,
nos sentamos frente a frente, yo lo miraba con infinita rabia, sin embargo, él
lo hacía con una paz que me hizo envidiarlo. ¿Cómo había podido Ana, engañarme
con un ser tan simplón, casi soso?
Comenzó
a contarme que se habían conocido en un café, un día de lluvia torrencial,
conversaron, él la había invitado a llevarla en su coche hasta la estación de
Urquiza y ella aceptó, cambiaron números telefónicos y así, sin darse cuenta,
fueron conversando telefónicamente, luego comenzaron a salir y se enamoraron.
Sentí
asco, furia, pero el tipo, hablaba de Ana con tanto amor, que me sorprendió, en
un momento se largó a llorar, al decirme que Ana nos amaba a los dos y eso la
hacía sentirse culpable, comprendí que el dolor de Anselmo y el mío eran
parecidos, dos hombres sufriendo por la muerte de su amor. Yo estaba mudo, no
encontraba palabras, Anselmo comprendió y sin decir nada más, ya lo había dicho
todo, se fue.
¿Y
Ana, quién fue Ana, una mujer enamorada de dos hombres que cruzaron por su
vida, se puede amar así? ¿Qué fue de aquella Ana a la que conocí romántica y
soñadora y a la que le fui siempre fiel?”
Pobre
Pedro… ¿Qué podía responderle? No tenía palabras que ayudaran a calman su pena,
y su bronca, porque eso era lo que noté, Pedro estaba dolido y a la vez
furioso.
-Amigo
-le dije- la vida nos pone en laberintos o encrucijadas de las que no podemos
salir, eso le debe haber sucedido a tu mujer, ella ya no está, no la juzguemos,
trata de salir adelante y aunque no te va a resultar fácil, perdónala, al menos
para tu tranquilidad.
Pedro
dejó el café sin tocar, se levantó y con una sonrisa desvanecida en los labios,
me saludó con un gesto de su mano bailando en el aire y se fue.
Quedé
sola conjeturando mil ideas que no llevaban a ningún lado, aquella confidencia
me había dejado tristeza y cansancio.
1 comentario:
Que historia tan asombrosa.
Tal vez la difunta quiso ser honesta con su marido, sino hubiera deseado no le hubiera dejado el recado al amante.
El Amor es muy amplio, lo difícil es saber repartirlo y comprenderlo.
Un fuerte abrazo.
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