La costumbre de mis padres de pasar los veranos en la casa de
los abuelos, despertaba en mí, un estado de temor. El pueblo era un campo con
pocas casas habitadas, el único entretenimiento era el río.
La vivienda estaba rodeada de altos eucaliptus que formaban un
bosque oscuro y que no me gustaba visitar solo, por las noches el viento producía
un sonido igual a un silbido lejano que me estremecía.
Estar allí me hacía vivir sobresaltado, cualquier ruido en
aquella vieja vivienda excitaba mí imaginación. Ellos reían de mis miedos, al
fin dejé de quejarme y no hablé más del murmullo que llegaban de la planta
alta, ni del sonido de pasos que se escuchaba en la habitación de arriba y a la
que nunca me permitían entrar.
Cada vez que a escondidas de los mayores intentaba subir, algo
sucedía, la voz de la abuela quebraba el silencio y no me dejaba llegar ni al
quinto escalón, clavaba sus ojos de búho en mí y algo similar al terror me
estremecía.
Una vez lo logré. Sin que me viera escalé esa montaña
misteriosa, y fueron mis piernas las que me traicionaron cuando al llegar, la
puerta de esa habitación; se abrió sola.
Una luz descolorida se asomó como un rayo de abanico. Temblé. Reflejada
en el pasillo, una enorme sombra creció ante mis ojos y allí quedó mi coraje de
explorador, bajé los peldaños de dos en dos y con los pantalones mojados.
Cuando preguntaba; ¿Qué hay en el cuarto de arriba? La
respuesta de los abuelos era la misma: “No hay nada, eres muy imaginativo.”
Pero no me dejaban subir.
Una tarde mi madre y la abuela salieron a caminar por el camino
que lleva al río. Mi padre y mi hermano habían ido con el abuelo a pescar sobre
el puente. Me dejaron creyendo que dormía la siesta. Renovando mi instinto de
explorador de misterios ocultos, me propuse descubrir qué sucedía del cuarto de
arriba, llevaba en mi mano un pequeño crucifijo, para borrar con él toda
manifestación de maldad, tal cual había visto en las películas.
Al subir, los escalones crujieron con un suave lamento, los
dos últimos resultaron difíciles de ascender, la puerta se abrió y la sombra se
proyectó en el pasillo.
Una voz grave me saludó:
—Hola Santiago.
Nuevamente el espanto me hizo retroceder, lo único que
recuerdo es una enorme figura y el gorro rojo que cubría su cabeza. Sólo atiné
a bajar los escalones, corriendo, entré a mi cuarto y cerré, sin dejar de
temblar; en un principio de terror, me metí en la cama y me tapé hasta la
cabeza.
Cuando desperté, mi madre estaba a mi lado, muy pálida.
Intenté contarle lo que había visto en la habitación del piso
superior y no pude, las imágenes con resplandores de sueño se cruzaban y algo
siniestro que no sabía definir flotaba en mi mente.
Cuando al fin pude expresarme, nadie me creyó. Dijeron que había
sido producto de una pesadilla. Para tranquilizarme mi padre fue al piso
superior y no encontró nada que se pudiera presumir como extraño. Sólo los
abuelos me miraron diferente, con desprecio y un frío crudo me heló la sangre.
A partir de ese día perdí de vista el pequeño crucifijo que había llevado en mi
mano.
Después de muchos años, he regresado a la casa, mis padres y mis
abuelos ya no están y me ha quedado la misión de vaciar la propiedad y venderla.
Mientras esperaba al empleado de la inmobiliaria, fui subiendo los escalones
que me habían llevado a conocer el miedo.
Abrí la habitación, aquella de los ruidos y los pasos
misteriosos, y nada encontré de las imágenes que había forjado en la infancia;
una cama, una silla y un mueble ajado por los años y sobre el y cubiertos de
tierra, aquellos juguetes que habían desaparecido de mi cuarto y que nunca me expliqué,
cómo ni dónde los había perdido; un autito rojo, mi oso de peluche, algunas
piezas de mi juego de ajedrez y el pequeño crucifijo. A un costado, un perchero
intentaba llamar mi atención, sobre uno de sus ganchos, un abrigo raído y
enorme y sobre él; un gorro de lana que alguna vez había sido rojo.
Cuento reeditado.
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