Era ella.

No era Buenos Aires la ciudad que vi en mi sueño. Era otra. Desconocida.

Era silenciosa, la cubría un velo de niebla gris y por momentos rojo. La contemplaba desde lo alto, tal vez, el ventanal de un edificio y desde allí vi la bruma extenderse y hacerse tan densa que no entendí, si cubría una urbe o un río.

De pronto algo cambio, escuché un llamado, una voz con sonido a metal, a trenes llegando, a frenada de autos y bocinas… el silencio se había quebrado, comprendí que estaba equivocada. Un soplo divino, evaporó la niebla roja y dejó ver el río y el amanecer dibujó el contorno de los edificios y un aroma peculiar y conocido fue subiendo  hasta mí, una mixtura de flores,  café, pizza  y combustible, unido a las flores de los palos borrachos y al viento que llegaba del puerto. La reconocí. Era ella; la única capaz de albergar en sus calles; una joven que se vende vestida de vedette,  un diariero que anuncia las últimas noticias cantado, una anciana de ofrece jazmines con una sonrisa y un poeta solitario que escribe en la mesa de un bar. Era buenos Aires, que otra podía ser.