jueves

Los gatos.


 


 Cada vez que visitaba a la tía Jacinta, se repetía en mí la misma sensación. Era entrar en la casona y un estremecimiento me recorría la espalda; serían esos recintos  enormes, de techos altos que daban a los ambientes una frialdad de escarcha o esa manía de estar  a oscuras  que tanto me deprimía. Nunca supe  el motivo de que no encendiera la luz, creo que era otra de sus tantas manías. Los ventanales cerrados y los muebles oscuros cumplían su misión de abatir mi espíritu.

Jacinta no tenía vecinos. Su vivienda, encallada,  lejos de la zona comercial y poblada de Pilar, era un paraje rodeado de pinos y eucaliptus; solitario y misterioso a la vez.

Sus  amigas, las pocas que recuerdo haber visto en su casa, ya habían pasado a mejor vida  y la tía  feliz  en sus noventa y cinco, seguía encaprichada en no dejar este mundo.

Pero lo peor, eran los gatos, esos bichos que circulaban por los cuartos y  sembraban a su paso un olor nauseabundo y de los que nunca llegué a saber  cuántos eran, siempre aparecía uno nuevo. Los ojos de esos animales destellaban con una luz anaranjada  que por momentos se tornaba rojiza y los hacía diferentes a otros de su misma especie. Cuando  sus miradas se fijaban en mí, resultaban turbadoras.

La tía solía pasar sus días sentada en un sillón de respaldo alto y mullido, en el que parecía una emperadora obesa y desde donde vigilaba el movimiento de sus felinos. Dos de ellos eran sus preferidos, macho y hembra, negros como la noche más oscura y los había bautizado: “Rey y Reina”. Cada uno llevaba un collar dorado que los diferenciaba del resto, eran los emperadores de la casa.

Quien se encargaba de la abuela, de atenderla y organizar la casa: era Babar. Un hindú  alto y delgado, de piel color de tierra y mirada acerada y penetrante, que solía aparecer de pronto como brotado de las paredes y formaba parte del conjunto de rarezas que rodeaban a Jacinta. Cuidaba de los gatos con el mismo detalle que ponía en la abuela.

A Babar lo encontraba siempre  prolijamente vestido con un dhoti blanco, su barba enrulada y grisácea le daba un aire de santón.  Vivía atento  de que a  Jacinta nada le faltara, creo que la veía como a una madre sagrada, y con ese amor y respeto la cuidaba.                                                                                                         Se deslizaba silencioso, su presencia  imponía respeto a los  animales, quienes ante un gesto suyo desaparecían. Rey y Reina, no, ellos eran su propia autoridad.

Cuando Jacinta enfermó, sólo admitía la presencia de Babar a su lado  y el único alimento que aceptaba,  era un potaje a base de leche y semillas. Con su paciencia, conseguía  que ella se alimentara. A pesar de que no me caía simpático, debí agradecerle al hindú, el amor con que  trataba a Jacinta.

La tía falleció una tarde de marzo y, antes de morir, decidió  que Babar  se hiciera cargo  de su cremación,  de llevar  sus cenizas a Camet y dejarlas caer en el mar, ese sería su  reposo final.

Babar cumplió el pedido y regresó diferente del viaje, su mirada enrojecida demostraba lo triste que estaba y unos meses después,  desapareció sin dejar rastro. No lograba entender qué había sucedido. Buscando algún detalle que me diera una idea sobre su ausencia, entré en su habitación, no hallé carta ni mensaje, me sorprendió el desorden. La cama deshecha, sillas caídas, y ropa dispersa por el piso, pensé que allí se había desatado una batalla.  A un costado de la cama, encontré la camisa de su dhoti; al levantarla, vi que la tela estaba hecha jirones y cubierta de sangre, demasiada sangre para pensar en un accidente  hogareño. Llamé a la policía.  Llegaron varios uniformados, quienes  dieron vuelta la casa buscando alguna prueba que aclarara qué  le había sucedido a Babar y sólo encontraron más manchas de sangre  en el patio de atrás, a Babar no lo hallaron. Lo buscaron fuera de la casa,  se rastrilló la zona y  el arroyo Burgueños que corre cercano  y nada encontraron. La policía dudaba de que estuviera muerto, ya que nada confirmaba esa teoría. Seguramente  —dijeron— se fue por su voluntad. Sobre la camisa, nadie  me daba una explicación. Mi teoría era otra; pero cómo decírsela  a la policía, sin que me creyeran loca.  Estaba segura, de  que los dos gatos del collar dorado y sus amigos, habían dado muerte a Babar.  

La disputa por el territorio, a partir de la muerte de  Jacinta,  había sido  el motivo. ¿Qué lazo se había quebrado entre ellos, para que asesinaran a Babar? ¿Y  el cuerpo?

                                                       


Pasaron varios meses y no me olvidé de Babar, cada tanto volvía a visitar al fiscal  para pedirle  que no abandonara el caso. Contraté a un investigador privado y nada encontró.  El hindú terminó siendo un misterio que se cerraba en su propia oscuridad.

Una tarde en que caminaba por el angosto  sendero que bordea el Burgueños, descubrí  sobre la tierra  algo que brillaba, era un anillo, lo tomé en mis manos y lo reconocí;  era  de Babar. Estaba impecable, como si alguien recién lo hubiera  dejado en ese camino. ¿Sería una señal, señal  de qué?  Miré al alrededor,  me acompañaba  una inmensa soledad y silencio. Tuve miedo. ¿Quién se estaba burlando de mí, o me estaba amenazando, dejando una muestra de lo que se puede hacer sin ser descubierto?

 

Asustada de ver que los gatos en la vieja casona se multiplicaban al punto de que ya no podía entrar, los muy malditos me rodeaban  amenazantes cada vez que abría la puerta, decidí terminar con ellos.

Vendí la casona  a una inmobiliaria, tiempo después me enteré de que la habían tirado  abajo, levantarían allí un supermercado.

El tiempo pasó, los felinos desaparecieron; pero cada vez que veo un gato, no puedo evitar el mismo estremecimiento que  recorría mi espalda al entrar en la casa de la tía Jacinta.

Debe ser mi imaginación, pero aquellos gatos sembraron el terror en mi vida,  por las noches,  escucho sus maullidos,  sé que son ellos y veo sus ojos  entre naranja y rojo que aparecen en una ventana, luego en otra, es una amenaza que parpadea y luego desaparece. Por las noches no consigo dormir, los huelo, los escucho, me están volviendo loca… o ya lo consiguieron…

 

 Reeditado.

 

 

 

13 comentarios:

Susana Moreno dijo...

Es terrible. Yo tengo un gatito adorable. Un beso

Campirela_ dijo...

Me gustan los gatos, pero debo de reconocer que todo en su justa medida, no una manada ni de gatos ni de ningún otro animal doméstico.
Un cuento muy bueno, no me extraña que a la protagonista le dirán miedo, los gatos son muy territoriales y celos de sus amos.
Quién sabe lo que le harían al mayordomo de Jacinta.
Un besote grande.

Carlos augusto pereyra martinez dijo...

Cuánta tensión generan esos gatos Que bien vostruyconstruyes ese talante de animadversión contra estos felinos. Un abrazo. Carlos

Rafael dijo...

Es un placer detenerse en tus relato, felicidades.
Un abrazo.

Auroratris dijo...

La verdad es que, leyendo tu relato da un poco de miedo o yuyu estar rodeada de felinos, pero yo no puedo mas que disfrutar de tu historia y de mis Michis, tengo dos y son adorables 🥰 Muy buena historia, María Rosa.

Mil besitos con cariño y feliz día ❤️

Citu dijo...

Uy me dio miedo. Te mando un beso.

Hada de las Rosas dijo...

Estoy con los pelos de punta ahora que me entero de esta historia terrorifica... estoy mirando de reojo a mi gato amarillo, es temperamental y me esta mirando fijamente... voy a dormir con un ojo abierto.

Fuera de bromas, la historia me parecio espectacular, original y enigmatica.

Besos, feliz noche ⭐ 🐈

Juan L. Trujillo dijo...

Tuviste una idea magnífica, las grandes constructoras no se andan con chiquitas. La pena de tu relato, es que nos quedamos sin saber, que le ocurrió al "desaparecido" Babar.
Historia bien contada, como acostumbras.
Besos.

Meulen dijo...

Un relato muy bien hilado , que conocía, me da cosa por decir lo menos...los gatos a mi nunca me dan confienza y eso que me crié con esos animlaes aunque yo nunca he tenido uno , menos tendré un gato ,los encuentro a veces divertidos,me gusta dibujarlos ...pero nada más...Hay cosas que me gusto del escrito cuando dices que el cuidador aparece como atravezando paredes ...no se habrá ido así?
Historias se saben y muy macabras de la empírica verdad que gatos se han comido a sus amos, supongo en el extemo del hambre...por eso de la tenencia responsable de los animales...

Bueno , estimada, espero estés bien.
Un abrazo.

Lu dijo...

Amo profundamente a los gatitos. Pero, no imagino una casa llena de ellos. Uno es suficiente.
En todo caso, has construido un relato magnífico en donde el miedo va creciendo.
¡Vaya uno a saber que le sucedió a ese hombre! pero, en lo que a mi respecta, no creo que hayan sido los gatos.
Abrazo
Que tengas un lindo finde

Elda dijo...

Hola María Rosa. Lo primero quiero darte las gracias por tu visita para ver si estaba bien ( la verdad es que eres la única... 😀). Estoy muy bien, he estado en el mar, y muy despegada de los blogs. Y me temo que voy a seguir así porque no escribo nada, digamos que no me nace ya.

He leído tu cuento y me ha parecido sensacional e intrigante. Pobre Baba con lo bueno que era con la anciana. Los gatos malditos son para tener pesadillas, jjj.
Como siempre es un verdadero placer leer tus historias tan bien estructuradas.
Te dejo un gran abrazo y te reitero las gracias.

Mª Jesús Muñoz dijo...

Tu relato misterioso nos deja intrigados, María Rosa. Los gatos son protagonistas, junto a Babar. Debo decir que aportas gran realismo a la historia, que paso a paso llega al clímax, cuando la dueña de la casa, después de haberla vendido, tiene sueños y presencias de los gatos y se pregunta si no se habrá vuelto loca...Lo cierto es que los gatos son animales enigmáticos y misteriosos...Yo tengo algunos en la terraza de casa.
Te dejo mi abrazo entrañable y admirado por tus magníficas historias, amiga.

Majo Dutra dijo...

Sonrisas...
A mí también se pasó estremecimientos...
Mi relación con los gatos es complicada...
Una historia muy interesante, la casa solitaria me llamó la atención de principio al fin.
Aplaudo tu talento y creatividad.
Buen verano, escritora. Mi abrazo.
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Los gatos.

    Cada vez que visitaba a la tía Jacinta, se repetía en mí la misma sensación. Era entrar en la casona y un estremecimiento me recorría ...