miércoles

La isla misteriosa.


 

 

 

Hacía años que escuchaba hablar de la isla de Asmodeo, eran tantas las historias  y leyendas que sobre ella se decían, de gigantes escondidos, de vetas de oro a la vista entre las grietas de sus mesetas, que me había propuesto llegar a ella, aunque en realidad dudaba de su existencia y en el fondo creía que era una de esas tantas fábulas que viven en el filo de una navaja, sin saberse hasta donde son reales.

 

Por casualidad escuché que un grupo de la Facultad de Ciencias Sociales estaba interesado en investigar la antropología de la isla de Asmodeo, entonces es real, me dije, y me ofrecí como participante para lo que hiciera falta. De los estudiantes  llamados por el organizador, sólo uno aceptó, así que por descarte y necesidad me llamaron a integrar el grupo.

La isla existía. Sólo Calveta, el jefe de la expedición y el piloto del helicóptero que nos llevaría  a destino,  conocían su ubicación,  mis dudas cayeron a mis pies cuando sobrevolamos la isla, su verde  brillante, tal vez, por el sol del mediodía  le daba una belleza especial.

Aterrizamos en  la playa. Bajamos los bultos y el helicóptero partió con la promesa de pasar por nosotros en una semana.

Comenzamos a caminar buscando un claro para acampar, una brisa suave con aroma a limón llegaba fresca como un bálsamo.

Durante las primeras horas de marcha, nada encontramos, ni habitantes, ni vetas de oro. Al atardecer descubrimos un lugar para armar nuestras carpas. Cenamos moderadamente, queso, pan y frutas, el cansancio nos venció y pronto nos dormimos.

Despertamos con el jolgorio de los pájaros, desayunamos con las sobras de la noche anterior y un café aguado que era mejor que nada.

Tratamos de llegar a la parte norte de la isla, la selva era fácil de atravesar, su vegetación no era densa y el andar entre los árboles, resultó llevadero, la primer sorpresa fue encontrar huellas humanas sobre el barro que bordeaba un arroyo con apariencia de pantano, eran enormes, puse mi pie en ellas y duplicaban el tamaño, agitados por semejante hallazgo las seguimos, eran frescas, sin embargo ninguna otra señal confirmó la presencia de esos seres. Plantas desconocidas, árboles gigantes en la altura y  anchura de su tronco nos maravillaban a cada paso, recogí unas semillas pensando que en el parque de la casa de mi madre uno de esos árboles se vería muy bien, seguimos andando, pero los dueños de  aquellas pisadas parecieron esfumarse entre la vegetación y una  extraña sensación de que alguien nos seguía me perturbaba, cuando lo comenté a mis compañeros, no lo tomaron en cuenta. Perdimos las huellas. Sobre aquella leyenda del oro a flor de tierra, nada logramos confirmar, pero era el primer día, más adelante, seguramente tendríamos novedades.

Regresamos al campamento al atardecer, sin grandes descubrimientos, salvo las huellas y su misterio.

 

Al segundo día luego de andar varias horas, nos enconramos ante las ruinas de una ciudad, paredes destruidas y por los datos que recogió Calveta,   llevaban varios siglos en ese estado de abandono, un viento frío se filtraba entre las piedras con un gemido que producía en todos nosotros un estremecimiento mezcla de desconfianza y pavor. Intentamos irnos, pero Calveta nos dijo que debíamos tomar muestras  para analizarlas y de todo lo que nos llamara la atención, en especial tejidos, cerámicas, huesos y restos de herramientas y con cuidado desenterrar lo que creyéramos importante, así que recorrimos el interior de la ciudad en búsqueda de restos de la antigua civilización, las fuimos guardando en diferentes bolsas.

Noté que el jefe se detenía antes cada una de las gigantes piedra que rodeaban las ruinas, en silencio las observaba, de pronto dijo:

—¿Cómo puede ser, son iguales a las Stonehenge de Inglaterra? Estamos en el océano pacifico a miles de kilómetros…?

—Pero aquellas están en circulo formando un caracol —dijo su ayudante— aquí rodean las ruinas en líneas rectas.

De un salto trepó por las paredes, escaló a una considerable altura y mirando  con el largavista agregó:

—Rodean las ruinas, forman esquinas como si fueran un fuerte.

Nos miramos con asombro, ninguno agregó palabra. Ya anochecía y volvimos al campamento.

La conversación de esa noche fue analizar  las altas piedras que formaban un fuerte, ¿de quién se estaban protegiendo los habitantes?

Al día siguiente una feroz tormenta nos castigó, nunca mis ojos habían visto semejante descarga de agua, se formaron ríos que empujaban  lo que encontraban a su paso. Perdimos  una de las carpas y algunos alimentos se los llevó la corriente, solo los que estaban en una bolsa y atada a un árbol se salvaron. Anochecía cuando dejó de llover, había sido un día perdido para la expedición.

Amaneció con sol y los árboles despedían un aroma a limón y resabios de menta parecía surgir de la tierra, decidimos salir temprano. Habíamos recorrido  una parte importante del norte de la isla, debíamos seguir y aprovechar los pocos días que nos quedaban, ya que salvo la ciudad destruida y las huellas, nada más habíamos descubierto, así que  cargados con nuestras mochilas y siguiendo las órdenes de  los jefes nos aventuramos en ir a la parte sur.

La flora era igual, no encontramos cambios, aunque el clima parecía ser más cálido.  El cambio fue la fauna,  enormes liebres cruzaban frente a nosotros que nos sembraron dudas, ¿eran liebres o conejos? Las orejas eran pequeñas, deducimos que tenían más similitud con  los conejos que a las libres, las imaginamos asadas, pero fue imposible cazarlas, eran muy veloces y si intentábamos acercarnos parecían volar por la velocidad que llevaban.

En un claro de la maraña de helechos y espinillos, descubrimos una estatua de piedra. Los años la habían convertido en un gris casi negro, la imagen era horrible, con  orejas puntiagudas y  cuernos. ¿Era un hombre? ¿Un demonio?

—¿Es un monstruo o un demonio? —pregunté.

Todos quedaron en silencio, mientras giraba cerca de ella para observarla mejor, nuevamente fue Calveta quien nos aclaró el misterio.

—Es un demonio, es Asmodeo, por él la isla fue bautizada con su nombre, los primeros en llegar a principios del siglo pasado, fueron los ingleses hallaron varias de estas estatuas que se llevaron a Inglaterra, según los informes que recibí, se creía que no quedaba ninguna, ellos las estudiaron y  les dieron una antigüedad de cientos de años antes de Cristo.

De pronto una serpiente  enorme cruzó frente a nosotros y se dirigió a la estatua, subió y se envolvió al cuerpo de piedra y desde la cabeza del demonio nos miraba, abría la boca y amenazaba con su lengua bífida. Lentamente nos alejamos, ella quedó allí, observando nuestro andar,  el miedo  nos estremecía, yo sudaba, la gruesa camisa de brin estaba pegada a mi cuerpo. Nada nuevo surgió, regresamos al campamento al anochecer, mis compañeros estaban tranquilos, parecían haber olvidado el demonio y su serpiente, pero en mi, seguía latiendo el terror, imaginaba que el reptil aparecía a cada instante y me sobresaltaba ante el menor ruido.

Mientras cenábamos un guiso de carne enlatada y papas, uno de mis compañeros preguntó a Calveta si sabía qué clase de demonio era el que vimos, el jefe se tomó su tiempo, luego dijo:

—Es el príncipe  de los demonios, el peor de ellos, muy sensual y tiene la facultad de seducir con su lujuria y llevar a los peores pecados a quien elije.

—¡Son pavadas! —Respondió Salvador,  al ver mi cara de temor— no creas esas cosas, no seas tonto, son leyendas.

No quería creerlo, pero algo  en esa estatua me había impresionado y mientras escuchaba el relato de Calveta mi temor fue creciendo.

Esa noche no dormí bien, me asaltaban figuras horribles y cabezas con cuernos que aparecían  envueltas en una niebla gris, desperté agotado, Calveta me sirvió un café y sin preguntar nada me ofreció una aspirina.

 

Se acercaba el final de nuestra expedición, retomamos el sendero a la cuidad en ruinas, ninguno de nosotros se dio cuenta que equivocamos el camino, un murmullo de agua nos guió hasta un arroyo que bajaba de un risco muy alto y  dejaba oír  su música como una tentación,  corría veloz por un cauce de casi dos metros de ancho, Salvador, grito de alegría al verlo:

—¡¡Al fin un baño!!

Calveta lo frenó, diciendo que el borde era solo piedra, y que tal vez fuera muy  hondo, Salvador no escuchó y se arrojó al agua. Las palabras de nuestro guía fueron premonitorias y se hundió entre chapuzones inútiles por intentar flotar, vimos como la fuerte corriente se lo llevó ante nuestro pánico, en minutos había desaparecido. Corrimos siguiendo el curso del agua, tal vez una rama o tronco detuvieran su viaje; fue inútil, durante horas seguimos por la orilla, anochecía cuando Calveta exclamó:

—No hay nada que hacer, regresemos al campamento.

Caminamos de regreso mirando el suelo, nos pesaban los brazos, la desolación que nos invadía era tal, que no lográbamos hablar, enojarnos o maldecir por la dolorosa pérdida de un compañero.

Estábamos llegando cuando el ayudante de Calveta que caminaba adelante abriendo el sendero, abrió los brazos deteniendo nuestro andar.

—¡Un momento, paren!

Lo miramos sin entender, él observaba el suelo, iluminándolo con su linterna, señaló la tierra aún barrosa por las lluvias, eran las huellas enormes que habíamos visto días atrás. Las seguimos, iban a nuestro campamento, nos miramos extrañados y con temor. Las ramas y raíces de los arboles, hicieron que las huellas en un trecho se perdieran, al llegar sobre la tierra reaparecieron.

—¡Estuvieron en nuestro campamento! —Dijo en voz baja Calveta— ¿Qué vinieron a buscar?

La carpa de Salvador estaba abierta, yo estaba seguro que al partir las habíamos cerrado a todas. Calveta se lanzó a la carpa, entró y al hacerlo lanzó un grito que nos estremeció.

—¡Salvador está adentro...!

A partir de ese momento todo fue un griterío,  el pobre Salvador estaba atontado y despertando de una pesadilla, le hacíamos preguntas, queríamos tocarlo, que nos contara cómo es que estaba  sano y salvo.

Calveta le sirvió algo fuerte y Salvador se reanimo un poco, al fin nos dijo que  no recordaba gran cosa, la corriente lo llevó, entendió que se ahogaba,  alguien lo saco del río, era un hombre muy grande, lo cargó como si fuera un bebe, lo trajo al campamento y lo dejó en la carpa. No lo pudo ver bien, estaba obnubilado, entre sueños pudo contemplar a un hombre barbudo muy alto y ancho de hombros, luego se desmayó.

Nos mirábamos  sin decir palabra.

¿Cómo pudo ser posible que no lo hubiéramos visto, si corrimos a la par del río?

Ese  hombre había salvado a nuestro compañero, sin conocerlo, ni saber quiénes éramos, lo hizo por simple humanidad, mientras nosotros intentamos  investigar y sacarle provecho a su isla, llegamos pensando en llevarnos  el oro, en descubrir civilizaciones perdidas para estudiarlas como seres raros y sin embargo encontramos seres humanos viviendo en libertad  y paz.

—¿Cómo es que los investigadores que nos antecedieron no los hayan visto? —Preguntó Felipe.

—Algo vieron, tal vez solo las huellas, pero siempre se comentó que había gigantes, ellos se esconden de nosotros, no quieren ser descubiertos —dijo Calveta.

—¿Por qué será? —insistió Felipe.

—Tendrán sus motivos, algo habrán visto  o algo les sucedió con los que llegaron antes a esta isla…tal vez por ese motivo el fuerte que nos llamó la atención —la voz de Calveta sonaba dudosa.

—Pero esas piedras que forman el fuerte tienen miles de años —exclamé.

—Son misterios que no entendemos, puede que un miedo ancestral los haga cuidarse de los humanos, no quieren ser descubiertos y debemos respetarlos. —dijo Calveta.

Quedamos en silencio, cada uno analizaba según su idea, pero en realidad nada entendíamos.

Ninguno de nosotros habló más de los gigantes, nos limitamos a acompañar a Calveta en la investigación sobre la ciudad y sus piedras antiquísimas.

No seguimos explorando la isla, preparamos nuestros equipajes, guardamos las carpas y nos dedicamos a esperar el helicóptero que nos llevaría de vuelta a nuestra vida en la ciudad. Algo nos había impactado, primero fue el miedo de perder a Salvador. Luego el  encontrarlo vivo y sano por la ayuda del que creímos un salvaje desconocido, ¿Salvaje?

¡Qué equivocados! Que enseñanza recibimos de ellos.

Al atardecer llegó el helicóptero y partimos, desde el aire mirábamos la isla y el verde glorioso de su flora bajo el atardecer nos emocionó a todos.

Dejamos atrás  a la isla de Asmodeo, en ella quedó el demonio que cada tanto  me sigue perturbando en mis sueños y el recuerdo de aquellos seres desconocidos que salvaron la vida de nuestro compañero.

 

Extrañamente, días después de nuestra llegada, del laboratorio de Calveta desaparecieron las muestras de piedras, las fotos y los planos de la ubicación, con las coordenadas  de la isla de Asmodeo.

Al laboratorio lo hallaron  sin cerraduras forzadas, sin ventanas rotas, nadie se explica cómo entraron los ladrones y como salieron sin dejan huellas ni marcas, aunque imagino que Calveta tuvo algo que ver  en ese robo…

Por momentos y seguramente por el paso de los años, me parece que  aquella expedición no fue real, solo los enormes árboles que han crecido en mi parque, fruto de aquellas semillas que recogí me confirman que no fue un sueño.

 

13 comentarios:

Rafael dijo...

Y seguro que no fue un sueño, la prueba está en este maravilloso relato que nos dejas.
Un abrazo en la tarde.

Campirela_ dijo...

Qué historia tan asombrosa, vamos me veo como un miembro de la expedición, que ya me gustaría a mí tener una ventura de esa índole.
Me gusto muchísimo,
Y creo que fue una buena idea hacer desaparecer todas las pruebas, hay cosas que es mejor que sigan tal cual. No hace falta invadir toda la tierra.
Un besote grande.

Ester dijo...

Vaya historia nos dejas, es para pensarselo antes de iniciar una aventura. Abrazos

Citu dijo...

Te quedo genial esa aventura con un toque de ciencia ficción y misterio. Me gusto el final Te mando un beso.

Hada de las Rosas dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Hada de las Rosas dijo...

En la isla oculta hay gigantes y demonios, hay oro y misterio, estoy segura!

Muy buena historia llena de imaginacion y suspenso.

Besos

Laura. M dijo...

Habrá que pensarse donde ir, no sea que nos veamos en una de estas. Aunque no estaría mal vivirla.
Buen junio. Gracias por estar.
Un abrazo.

FIBO dijo...

Hermoso y entretenida historia que he leído con gran atención. Me ha encantado.
Un saludo.

Alfred dijo...

Un cuento con misterio, y se supone con alguien de la expedición, con ganas de que no se perturbe al gigante salvador.

Un abrazo.

Soñadora dijo...

Me encantó la historia de esta isla misteriosa. La narraste tan bien que capturaste mi atención de principio a fin.
Abrazos

Juan L. Trujillo dijo...

Juraría haber hecho un comentario a tu entrada, que por cierto me parece entretenida y llena de misterio y calidad literaria.
Al no verlo, es posible que me olvidara de dar al "Publicar comentario", (que uno anda un poco falto de neuronas, últimamente.)
Besos.

Mª Jesús Muñoz dijo...

Impresionante esta aventura, María Rosa...Vemos con claridad que el hombre se ve capaz de todo y a la vez ignora todo...Hay mundos y seres a nuestro alrededor que nos superan, no conocemos y a veces es mejor dejarlos vivir, porque ellos no interrumpen nuestra vida...Mi felicitación por tu temple, constancia y vocación al escribir esta historia...Interesante y curiosa, amiga.
Mi abrazo entrañable y feliz domingo, compañera de letras.

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Hay que hacerle caso a los guías.
El nombre de la isla me hizo sospechar que había algo misterio. Y resultó que sí, pero menos siniestro de lo que esperaba.

En una librería de la calle Corrientes.

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