Bandoneón, vos sabes que estoy triste y cantar ya no puedo.

El público colmaba la sala y seguía en silencio el embrujo del bandoneón, que gemía al borde del llanto y parecía hablar entre las manos del músico. El instrumento se abría  y los dedos en el teclado iban haciendo nacer las notas. El tango marca gestos en la cara del hombre, angustia, alegría; es el compás que va despertando sentimientos y él se deja llevar por el fuelle  que le habla.

 

Elena, sus ojos y su recuerdo regresan en cada nota musical, no logra olvidarla, no quiere. A pesar de que lo ha intentado mil veces, ella está a su lado y el tango se la recuerda más.

 Al conocerla  presintió que era algo más que un deslumbramiento.

Ella estaba casada y su esposo era su compañero en la orquesta. La atracción fue mutua, pero, había dos  hijos pequeños y pudieron más que la pasión que los arrastraba. Se vieron pocas veces, las necesarias para no poder separarse.

Nadie los volvió a ver juntos,  ni los pájaros curiosos que intentan espiar en ese departamento del segundo piso de la calle Zaldívar, donde el sol del medio día entra a borbotones en verano y languidece perezoso en el invierno.  Nadie sabe la verdad, ni el día ni la hora; sólo ellos y las cuatro paredes de ese cuarto que gimen igual que un bandoneón.

 

El fuelle solloza, el tango no necesita letra, es un canto que habla de amores perdidos, de sueños que esperan hacerse realidad. El silencio reina en la sala y el público se emociona con cada nota. Remonta sentimientos dormidos en el corazón de los presentes y  una lágrima aparece tratando de lavar la tristeza. Antes del último compás, el aplauso  invadirá la sala, se encenderán las luces y la magia quedará flotando, hasta el próximo tango.