Al menos, el recuerdo.

El portón se cerró con sonido a oxido.

Hay que ponerle aceite a esos hierros añosos, se dijo.

Se acercó a la ventana, corrió la cortina y se quedó prendido de  la mujer que cruzaba la calle con paso ligero, la vio perderse en la esquina, como un suspiro en el aire. 
Ya no volverá. Estaba seguro.

La paciencia de Claudia dijo basta, él había escalado todos los límites provocando su cansancio, al fin lo había logrado. Se terminó. Ella se fue sin saber la verdad. Se fue frágil como una mariposa y él había quedado solo, entre la añeja oscuridad de los cortinados de damasco y los muebles tan viejos como su estupidez.

Era mejor así, dolía verla partir pero los próximos meses no serían un placer. Y era mejor estar solo. La amaba demasiado, ella no se merecía esa cruz.

Se había ido su amor. Triste. Sin entender  sus desplantes ni su egoísmo.  Al menos el dolor de este desengaño la obligaría a olvidar e  intentar  una nueva vida. 

Claudia es  especial —dijo en voz alta—  pura ternura,  otro amor le devolverá la sonrisa es lo que se merece una mujer como ella.

Se acercó al espejo, se vio tan demacrado que se estremeció.  ¿Y yo?  Se preguntó. ¿Qué será de mí?

Volvería a su pueblo, a su casa de la infancia. Encontrarse con los amigos ocupará sus días por un tiempo y luego… cuando resuenen los  estragos de la enfermedad y lo acechen los  lobos del dolor, pensará en ella y será feliz, al menos con su recuerdo.