domingo

Colorin , colorado...


 

La vio entrar al bar, pasar junto a él y regalarle una sonrisa que lo desarmó. Ella se sentó junto al ventanal y pidió un café.

Nuevamente las casualidades. El bar estaba lejos de la facultad,  él lo había elegido, por su tranquilidad y silencio.  

Notó que ella cada tanto lo miraba. ¿Qué hacer?  ¿Y si se acercaba? Mejor no, es una alumna de su curso, ¿qué hacer, qué decirle? ¿Y si algún compañero de ella o un profesor los veían juntos en un bar? Las preguntas sin respuesta le daban vuelta en la cabeza.  Tontas preguntas.

Era bonita, desde el primer día que la vio quedó  impactado, pero debía tener quince años menos que él. Era demasiada providencia, encontrarla tan seguido y en lugares que no eran los pasillos de la facultad.

 

El sábado salió a correr por Palermo, como siempre lo hacía, ella apareció de pronto, se acercó, lo saludo, se mantuvo un rato corriendo a su lado y como él no hablaba, lo saludó con un gesto y se alejó. Alguien le había pasado el dato del lugar y la hora.

Ahora, como un rayo de sol tempranero aparece en el bar. ¿Qué hacer? Me acercó y veo que pasa. ¿Y si verdaderamente son los encuentros casuales? Me encanta, creo que la estoy mirando como un tarado, me sonríe y el corazón me golpea el pecho, me doy cuenta que soy un tonto.…

Me decido.

Me acerco a saludarla.

—Hola Sandoval…

—Hola Profesor Vidal… Por qué no pide otro café y charlamos.

Le hizo señas al mozo.

—Qué raro que vengas a este bar tan lejos de la facultad —dijo por decir algo.

—No es raro, vine porque sabía que te iba a encontrar.

Lo tutea y con esa respuesta lo desarma. Ella sonríe y lo mira a los ojos.  Presiente que se está burlando de él. Le traen el café, mientras bebe la mira, le dan ganas de comerla a besos, intenta decir algo pero no le salen las palabras, de golpe y tartamudeando, sin pensarlo, le dice:

—Me gustas mucho, creo que estoy loco por vos.

—Era hora que  lo dijeras —ella ríe— aunque ya me había dado cuenta.

Nuevamente lo desarma.

—¿Cómo qué te diste cuenta?

—Porque cuando me acercó a preguntarte algo te tiemblan las manos, tartamudeas, pareces una criatura, por lo visto, yo razono como adulta y vos como chiquilín.

Tenía razón. No dejaba de mirarla y el corazón de galopar a lo loco, al fin con palabras entrecortadas la invitó a cenar.

Ella aceptó.

A partir de ahí todo fluyó de  forma natural, la conversación, la risa, la tarde que se empinaba por la ventana y se dormía sobre la mesa escuchando y entibiando las manos.

Se fueron juntos y se perdieron por las callecitas de Buenos Aires, esas que tienen un no sé qué.

Y colorín colorado este cuento ha terminado.


Mamá Margarita.


 

Ella es callada, solo habla si es necesario y generalmente con monosílabos.

Su edad es indefinida, su piel oscura casi no gasta arrugas y sus ojos enormes anuncian que debió ser una morena hermosa en su juventud. Su nombre: Margarita.

 

“Tiene tres hijas, solo la mayor llega cada domingo con su carga de bolsas y ropa limpia, las demás se perdieron en las calles de la vida.

A veces me acercaba para llevarle revistas que ella leía con lentitud, es autodidacta. Nunca fue a la escuela y según me contó, su vida fue muy triste.

Su madre y ella vivían en el norte de Argentina, en un pequeño pueblo casi perdido entre las montañas, la pobreza les gastaba la vida, criaban algunos animales y de los productos de la tierra se alimentaban.

Una turista  que paso por su pueblo, la compró, cuando ella tenía trece años, fue una mercancía, como una canasta de huevos o un atado de verdura. Su madre creyó que la elegante señora le daría a su hija una vida mejor que ese mundo oscuro  entre animales y tierra agreste. Margarita recordaba que la mujer la miró de arriba abajo, regateó el precio y le dijo a su madre: es muy flaca, me va a costar mucho engordarla para que tenga fuerzas para trabajar y le dio un rollito de dinero, nunca supo cuanto valía su pobre humanidad.

Limpió pisos, ventanales, aprendió a cocinar y  a conformar al señor de la casa, don López Carmona, cuando aparecía por las noches a quejarse del poco amor que su esposa le daba.

¿Qué sabía Margarita de sexo? Nada. Lo aprendió a sopapos.

Cuando su panza comenzó a crecer, solo recibió insultos y la calle fue su hogar, hasta que don López Carmona, arrepentido la llevó al burdel de una amiga.

En Madame Janet encontró la ternura que nunca había recibido, cuidó de ella y al nacer su hija, quedaron en  el burdel que fue su hogar por varios años.

Uno de los clientes se enamoró de ella y la llevó a su casa, se casaron y le dio su apellido a la niña.

La vida de Margarita cambió, por primera vez conoció la felicidad. Vivieron juntos casi veinte años, hasta que un accidente de trabajo lo arrancó de su lado. Solo le quedó la casa y  tres hijas.

Volvió a trabajar, limpiar, planchar y sonreír a las patronas con mal humor.

Pasaron los años, las hijas se casaron y dejaron la casa familiar. Solo la mayor, fue y es su compañía.

Hoy anciana, me cuenta que difícil fueron sus primeros años. Sonríe con tristeza y me dice: la sociedad desprecia a una mujer de la vida, pero no sabe cuánto dolor hay en cada una de ellas, Madame Janet fue mi salvación y de ella recibí la primera caricia de madre.

Mamá Margarita es real, como real es su historia.

 




lunes

La botella y el mar.



 


 

La botella apareció en la playa, las olas la empujaron hasta dejarla sobre una roca y allí quedó haciendo equilibrio, hasta que  resbaló y cayó en la arena.

No me acerqué en seguida, mi imaginación bordaba ideas, pensé en el mapa secreto de un tesoro… una carta de amor, tonterías que en cuestión de segundos flotaron en mi mente como la botella entre las olas, ella había quedado quieta, de pie apoyada en la piedra, estaba cerrada, la levanté y sorprendida vi en su interior; un anillo. Restos de algas, y pólipos de coral  rodeaban su pico, daban cuenta de que llevaba mucho tiempo, tal vez, años en el mar. Intente abrirla y fue imposible. La llevé a mi casa y con paciencia, logré retirar el corcho, el anillo rodó hasta mi mano, imposible describir la emoción que su levedad me produjo.

Era liso, ninguna piedra ni diseño, sólo en su interior dos letras entrelazadas; L y A, por el brillo que aún conservaba debía ser de acero  o un metal parecido.

¿Qué historia guardaba ese anillo? Debió pertenecer a una mano pequeña y delgada. ¿Por qué y por quién fue arrojado al mar?

¿Desde dónde había llegado a la playa de Gesell?

Misterio.  Ningún mensaje.

¿Qué hacer con el anillo?

A pesar de haberlo encontrado, no me sentí dueña de la pequeña joya, no me pertenecía, tal vez, alguien  aguardaba ese anillo, lo regresé a su mundo de cristal y cerré la botella.

Por qué extraño designio llegó a mi lado, debe fluir su misterio, su pasado que desconozco, su presente soy yo y su futuro me es incierto, las olas se encargaran de llevarlo a otra playa donde quizás, lo están esperando, o no, tal vez seguirá el círculo de una historia de nunca acabar, yo soñaré que sí, que llegó a su destino. Le dije adiós y con fuerza arrojé la botella nuevamente a su mundo de olas y sal.





El misterio.

  El paciente abrió los ojos, me miró, traté de sonreír, había despertado después de varios días de un coma inducido.   Los vecinos escu...