Cerré
de un portazo y me fui a trabajar. Últimamente no soportaba a mi hermana, Carla
siempre encontraba un motivo para alterarme. Se consideraba la perfecta casada
y creía que, por ser soltera a mis cuarenta años, yo era una infeliz.
¿Por
qué no te teñís de rubia, tal vez alguien se fije en vos?
Fue
su broma al verme salir.
No
respondí.
La habitación de la
señora Carmen estaba en penumbras. Su respiración sonaba como un ahogo, le conecté
el cipap y se fue tranquilizando, cuando se serenó la dejé descansar y fui a
otra habitación. La vieja había
amontonado los muebles y no se podía caminar sin tropezar con ellos. Me había
pedido que pusiera orden y descartara lo inservible que encontrara en los
cajones. En un antiguo chifonier, hallé fotos de sus padres, sus hermanos y en
un sobre, un manojo de cartas atadas con una cinta celeste y más fotografías,
en todas estaba Carmen, abrazaba un hombre desconocido. ¿Su pareja? Se los veía felices y se miraban enamorados.
Por la ropa, el corte de pelo y la fisonomía que iba cambiando, entendí que era
un romance que había durado años. Los
sobres abiertos dejaban ver sus mensajes, no pude con la tentación de leerlos.
Escritos con una ternura y sensualidad que me emocionó, descubrí una vida
desconocida de la señora Carmen. En
ninguna carta el remitente la nombraba por su nombre de pila, simplemente le decía;
“mi tesoro”. Firmaba; “yo, tu único amor”. Qué extraño, me dije, cuál sería el
motivo del romance a escondidas, ella quedó viuda muy joven y seguramente él
era casado. Si al menos supiera dónde vive, me dije, le avisaría que ella está
muy enferma. Tal vez, ya no exista, las últimas misivas llevaban fecha de ocho
años atrás y nunca un remitente.
Al llegar a casa,
Carla se puso pesada con sus bromas. “¿Cuántos hombres han pasado por tu vida,
mi querida Loli?” ¿Te presento algún tío
soltero y tonto?
Nuevamente
no respondí.
Debo
escarmentarla, pero no sé cómo.
Murió doña Carmen. En un
momento me tomó la mano, me sonrió y se durmió en paz.
Por la tarde llegaron sus
primos, antes de ocuparse de ella y sin derramar una lágrima, me preguntaron
por los papeles del banco, les entregué varias carpetas que ella había
preparado. ¿Y qué hago con lo demás? Pregunté, señalando los muebles llenos de
fotos y papeles. Le dieron una ojeada y exclamaron:
—Queme todo.
Fuego al pasado, en la
vieja parrilla las fotos retorcían sus siluetas, las caras intentaban hablar en
un último gesto, todo se fue con las llamas, por la chimenea el humo de
recuerdos se fue perdiendo entre las nubes, menos las misivas de “Yo, tu único
amor” Había en ellas demasiada pasión para convertirla en cenizas. Las acomodé
por año y las guardé en un sobre de papel madera y con ellas en mi cartera me
fui a mi casa. Quise salvarlas de la muerte, del olvido final.
No sé porque lo hice.
La
idea surgió sola, sabía que mi encantadora hermana acostumbraba a revisar mi
cuarto. Le haría una broma.
Preparé
una trampa.
Días
después, regresaba del banco y encontré a Carla y a mi cuñado esperándome. La
primera en hablar fue ella:
—¿Me
podés explicar esto?
Dijo
arrojando sobre la mesa las cartas de “Yo tu único amor”
Me
mantuve seria, aunque por dentro me divertía.
—Son
cartas —dije— ¿qué tengo que explicar?
—¿De
quién?
Me
largué a reír, había resultado de perillas. Mi cuñado no hablaba me miraba con
sonrisa cómplice.
—¿Qué
te importa?
—¿Y
vos no eras la pacata que se horrorizaba de mis palabras e inocentes bromas? —dijo
mi hermana agitando los brazos — me has desilusionado. ¿Quién es este tipo?
seguro es un hombre casado, por eso lo has mantenido a escondidas… ¡Qué
vergüenza!
No
podía creer lo que escuchaba. Sus ojos enormes que se le salían de las orbitas,
verla con las manos en la cintura, me enfrentaba como una actriz de zarzuela,
faltaba que cantara. Una imagen patética. Estuve punto de confesar la verdad,
pero me controlé.
—Siempre
te tuve lástima —dijo Carla— te pensaba sola, y vos te divertías de lo lindo
con ese fulano. ¿Quién es?
No
respondí.
—Pero
estuviste con él muchos años… ¿Y nosotros sin saber nada?
—Era
un hombre muy importante de la política, debíamos mantener en secreto nuestro
amor.
No
sé, cómo inventé semejante ridiculez.
Los
ojos de mi hermana y mi cuñado se abrieron como monedas.
—¿Quién
era? —preguntó él.
No
respondí.
Junté
las cartas y con la cabeza en alto salí de la habitación.
A
partir de ese día nuestra relación cambió. No más bromas pesadas y puedo decir
que desde entonces he notado algo de envidia en los ojos de mi hermana Carla.

1 comentario:
Genial cómo resolvió la protagonista las burlas de la hermana. Como siempre, lo has narrado de manera extraordinaria. Doña Carmen, en vista del poco interés de sus parientes, le debería haber dejado parte o todo el dinero, que para eso estuvo con ella hasta el último momento.
El relato que te decía es el que has leído del otoño.
Un placer siempre leerte. Un abrazo.
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