domingo

Como si nada hubiera pasado.


 

 


 

El reloj de la plaza dio las cinco campanadas. Los ecos se fueron apagando en el atardecer de verano. Por  la calle que bordea el río, buscando la sombra de los aromos, y con  paso lento, van  las Hermanas Arrieta.

Esas, las llaman los paisanos de Villa Pedregal, y cuando de ellas se habla, las voces  son susurros.

Elisa lleva el rostro crispado. Avanza erguida, desafiando a los que  miran desde las puertas abiertas de sus casas. Las vecinas disfrutan, saben el dolor que las desgasta. Mañana comentarán cada movimiento, cada gesto que curiosearon y hasta lo que imaginaron.

Inés es la menor, el sello de sus lágrimas, parece demacrarla más. El viento  mueve su pollera y juega con su pelo negro. Una flor y un pañuelo arrugado, le quedan de tanto llorar.

Tras las persianas, alguien  grita: ¡Sufran, putas de mierda!

Ellas no escuchan. El dolor es demasiado grande,  las aleja de la realidad.

 

En la puerta del taller mecánico, con las manos en los bolsillos, Ramón las mira pasar. La angustia le cierra la garganta, le pesa en los hombros; mochila de culpa y plomo. Quiere correr tras ellas. Abrazar a Inés y decirle que no importa lo pasado, que la ama. Sabe que no es el momento. Ellas se alejan, se pierden calle abajo, y él queda con los ojos clavados en sus figuras que se van empequeñeciendo con la distancia. 

Entra  al taller con la cabeza gacha, odia esos tornos viejos, sucios de viruta y aceite. Rechaza el olor que día a día se impregna en su ropa, en su piel. Debe seguir, se dice,  no puede detener su vida, ahora que una luz de esperanza, comienza a iluminarla.

Le llega lejana la voz de su madre, su madre siempre gritando y metiéndose en todo,  ahora   quiere un árbol de naranjo dulce en la quinta. Un naranjo dulce, repite Ramón en voz baja, se detiene, cierra los ojos y sonríe, buena idea la de su madre.

 

Un año atrás, en el baile de la Sociedad de Fomento, festejaban el aniversario de Villa Pedregal. Demasiado vino y alegría, cabrioleaba en las gargantas y en los cuerpos. De las villas vecinas llegaron familias enteras con ganas de divertirse. Esa noche, los acordeones gemían su música fiestera y en sus compases, Elisa y Jacinto, bailando; se descubrieron. Él era un recién llegado. Todas lo miraban. Era buen mozo, alto, el pelo largo, oscuro; le daba apariencia de un adonis criollo. Él, sólo vio a Elisa. Se gustaron, ella coqueteaba y él la seguía entre las mesas, había un imán en ella y  él era el metal, quedaron en verse al otro día.

 

A orillas del río, entre pasión y ternura los ganó el deseo. El amor crecía bajo la sombra cómplice de las acacias y al mes vivían juntos en la casa de los Arrieta.

El hogar de las hermanas, cambió el aroma, la felicidad de Elisa y Jacinto, brotaba en los Jazmines y hasta las rosas cambiaron el color. Pero el diablo, viejo ladino, dejo caer su ponzoña en Inés, despertando sus sentidos y descubriendo en el hombre de su hermana, algo, que en los otros no encontraba.

Dos mujeres y un hombre: tentación del coludo.

Inés, sólo tenía ojos para él. Jacinto, sin saberlo, se fue haciendo dueño del  pensamiento de la menor de las Arrieta. Cada vez, que le alcanzaba un mate o un vaso de agua, Inés se le ofrecía con sólo mirarlo.  Reía ante cualquier broma de Jacinto, lo seguía y él disfrutaba con ese juego peligroso. Jacinto era joven, entendió el mensaje, lo disfrutó y respondió, sin pensar en su mujer.

Las miradas entre su hombre y su hermana, despertaron a Elisa de su ensueño. Algo sucedía en la casa, algo que no era bueno y que se palpaba en el aire, en las miradas que se cruzaban traviesas, en el rubor de su hermana al mirar a Jacinto. Elisa preparó una trampa.

Fingió una visita al médico de un pueblo vecino, no había pasado una hora cuando regresó a la casa. Silenciosamente entró  y los encontró amándose. Los gritos de Elisa y sus maldiciones centellaron como rayos. Inés escapó envuelta en una sabana. Jacinto cayó de rodillas ante su mujer.

—Es más fuerte que yo —le dijo— sé que no me vas a entender, pero las amo a las dos.

Elisa pensó en matarlos. Hubiera sido un segundo tomar el arma que había pertenecido a su padre y vengarse. No tuvo fuerzas.

Lloró, hasta que se le secaron los ojos. En los días siguientes, fueron tres sombras mudas, yendo y viniendo por la casa.

Elisa no lograba vivir sin él. Inés moría cada noche entre la angustia y el deseo.

Jacinto tomó la decisión de irse. Las quería demasiado para separarlas. Preparó su bolso. Trató de salir sin que lo vieran, no lo logró. Las dos le cortaron el paso. Inés le quitó el bolso. Elisa lo empujó a la cocina. Se plantaron frente a él.

—Las dos estaremos contigo —dijo Elisa y su hermana asintió.

 

 

Así comenzó la locura de amar de a tres. De compartir placer y sudor, mantel y sábanas.

Las vecinas seguían sus movimientos. Algo sucedía en la casa de las Arrieta, esas dos no eran trigo limpio, murmuraban en voz baja,  aseguraban que las hermanas  convivían con el Jacinto.

Y no se equivocaban.

Inés dejó de ir a los bailes del pueblo. Los amigos la extrañaban, en especial Ramón. Él la esperaba como antes, por el camino que bordea el río. Ella no volvió a pasar y cuando lo hacía, iba acompañada por Jacinto. 

Antes de que el pueblo comenzara a hablar y su madre le gritara palabrotas sobre Inés, antes de todo eso…Ramón e Inés, iban juntos a los bailes. Él, le juraba su amor y ella se dejaba amar.  Nunca se ánimo a llevarla al pinar, como hacían  otros  con sus novias. La sabía pura. Y la relación nunca pasó de caricias y besos.  Y ahora, ella se alejaba cuando lo veía. Hasta la mirada de Inés era distinta,  desafiante, casi burlona.

Ese maldito de Jacinto la había cambiado, pensaba Ramón, le había robado a la mujer que amaba.

 

Las comadres, esas que espían tras los visillos, no perdonaron nunca ese amor de insanas. A las hermanas, no les importó ni les importan sus ojos curiosos. Qué saben las lenguas largas del pueblo, y los hombres que en la tarde se reúnen en el café. ¿Qué saben, lo que es  amar con locura?

 

 

El cementerio y Jacinto quedaron atrás. Enmudeció la boca querida, y a ese cuerpo que amaron hasta el delirio, hoy lo cubre la tierra. Lo amaron. Sí, las dos. Era mejor compartirlo que perderlo.

Al llegar a la casa, Inés prepara el té. Cada tanto la mayor ahoga un sollozo.

—¿Cómo pudo caerse del caballo? —Pregunta Elisa— era un hombre acostumbrado a montar desde pequeño.

—Tal vez alguna serpiente asustó al animal, es una zona difícil, pedregosa…

—No me puedo conformar, no lo puedo creer. Me parece que de un momento a otro, va  entrar y  reiremos juntos.

Inés acaricia su vientre. En las últimas semanas un malestar consumía sus fuerzas. Hoy conoce el motivo y él nunca lo sabrá.

 

Dos noches atrás, Jacinto no regresó del campo. Había oscurecido, su caballo  llegó solo, decidieron salir a buscarlo. Cada una cargó su poncho, una linterna y salieron. Oscuros nubarrones, ocultaban una luna enorme. A pesar del verano, soplaba una brisa fría que las hacía estremecer.

Siguieron el camino que él utilizaba para el regreso. Llegaron a un recodo, donde el sendero caía en picada hasta una zona pedregosa. Iluminaron, y allí estaba.

Como un muñeco desarticulado entre las piedras, sostenido por los arbustos. Jacinto. Las nubes se alejaron y un rayo de luna le dio en la cara, parecía flotar.

—¡Jacinto!

El viento llevó la voz de Inés, la enredo en los matorrales y la perdió en el vacío. Él no se movió. Elisa, ahogó un grito. Bajó, sujetándose de las malezas, resbalando sobre la hiedra mojada de rocío.  Al llegar acarició la cabeza querida. Estaba frío.

—¡Busca ayuda! —grito temblando.

Inés corrió al pueblo en busca de un médico. Elisa quedó allí, abrazada a Jacinto, esperando un milagro que no llegó.

A partir de ese momento, todo fue confuso. La llegada del médico y su voz apurada,  al decir: no hay nada que hacer, está muerto. Fue un accidente. Los dos policías mirándolas con ojos cargados de burla, mientras ellas se abrazaban a Jacinto.

—Retírense —dijeron y lo cargaron hasta la camioneta policial.

Se abrazaron desesperadas.

 

Lo velaron en la casa. Algunas amigas, pocos vecinos  las acompañaron. Otros, los que no se acercaron, exclamaban en voz alta:

— ¡Es un castigo de Dios!

¡Cómo si Dios castigara el amor!

 

El final de la tarde las encuentra solas. Elisa recorre la casa buscando en las habitaciones, imaginando que él va a salir de algún rincón para abrazarla y decirle que todo fue un mal sueño. Sólo encuentra silencio, un silencio  que taladra la cabeza. El pañuelo de cuello de Jacinto, asoma entre los almohadones del sillón.  Ella lo besa y llora.

—Basta de gimotear  —dice Inés— tenemos que salir adelante.

—¿Cómo?

—No lo sé. Debemos estar unidas, las chismosas nos van a castigar con sus habladurías, ya se van a cansar… Jacinto nos unió y así seguiremos.

 

 

Elisa camina, da vueltas por la habitación, se acerca a la ventana y mirando el camino, dice:

—Yo lo amaba, no  podré salir adelante.

—Saldremos juntas. Nuestra vida debe seguir, como antes de que Jacinto llegara. Nos ocuparemos del campo. Si antes lo hicimos, lo volveremos a lograr.

Inés finge una fortaleza que no tiene. Abraza y acaricia la cabeza de su hermana.  Afuera la tarde se desmaya entre sauces y paraísos.

 

Ramón esperó que su madre saliera. Se levantó de la cama en la que fingía dormir la siesta, y salió por la puerta de atrás. Entró al galpón. Allí estaba el naranjo. Apoyó la escalera en los estantes, subió y del último anaquel sacó un paquete envuelto en papel de diario. Lo dejó en un rincón. Con la pala y el naranjo fue hasta la quinta.

Eligió un lugar, cavó un pozo profundo. Regresó al galpón y tomó lo que había dejado en el piso. Lo llevó hasta el hoyo y lo dejó caer. Plantó el naranjo dulce y lo cubrió con tierra. El árbol sería el custodio. Allí quedaría por siempre y él seguiría su vida en paz.

¿En paz?

No lo sabía. El recuerdo de aquel momento lo torturaba,  sería difícil olvidar.

Su amor  por Inés era una fiebre. Cuando creía que ella sería su mujer, apareció Jacinto, el sueño se le escurrió de las manos como arena. Saberla en brazos del otro era una tortura. 

Su madre rezaba el mismo salmo cada día:

—Debes olvidarla, ya es mujer ajena.

 La amaba. ¿Cómo arrancarla?

Una idea loca fue creciendo como  planta dañina. Conocía el camino que cada atardecer llevaba de regreso a Jacinto. Estudió el terreno, pensó cada detalle. Eligió la arboleda más tupida, y su mejor posición.

Comenzaba a oscurecer, todo era paz, sólo el croar de los sapos se escuchaba. Escondido, lo vio llegar. Esperó que doblara el recodo y disparó. La bala ingresó en la nuca  de Jacinto, que cayó como una marioneta. Esperó unos minutos, ni un quejido,  se acercó, Jacinto todavía respiraba.

—Jacinto…Jacinto…

No respondió. Apoyó la cabeza, sobre una piedra, que se fue tiñendo de rojo. Y huyó.

 

—Seguro que venía borracho —dijo el policía que no investigó.

El médico apuró el trámite, su mujer lo esperaba para cenar y cuando llegaba tarde su humor era un espanto.

 

Sólo Ramón sabe y calla.  No logra dormir, los ojos abiertos de Jacinto lo despiertan cada noche.

Ahora  Jacinto está enterrado, el arma, la única prueba también.

Mi vida debe seguir como antes, murmura Ramón, como si nada hubiera pasado.                                      

 

 

 

 

 

 

19 comentarios:

Citu dijo...

Lo que hacemos siempre nos persigue. Genial relato.

Soñadora dijo...

Carga muy pesada la que le queda a Ramón en los hombros. Excelente relato, me mantuviste en vilo queriendo saber el desenlace.
Saludos

Susana Moreno dijo...

Una gran historia. Un beso

Rafael dijo...

Relato muy completa, ¡felicidades!
Un abrazo.

Campirela_ dijo...

Muy buena historia donde el amor y esa pasión desesperada hace el resto. La envidia, los celos marcaron al hombre que amo a las dos mujeres.
Es un sentimiento que no se puede criticar, cuando llega, y si ellas eran cómplices de compartir al hombre y eran felices, pues bienvenido sea. Ay, el amor nos hace enloquecer.
Un besote grande.

Cabrónidas dijo...

Ramón no supo perder, y por su culpa pierden todos.

Juan L. Trujillo dijo...

El amor y sus extraños vericuetos. La pasión que vence a todas las envidias y la complicidad que no sabe de murmullos, ni de palabras malsonantes.
Brillante relato.
Besos.

ETF dijo...

Extraordinario relato, Mariarosa, tienes una gran capacidad creativa.
El final, inesperado y espectacular.
Enhorabuena.

Kasioles dijo...

Nunca nadie podrá decir que no se va a enamorar, cuando uno menos se lo espera surge y ya no hay fuerza que lo pare.
Se quiere sin razón alguna, nadie entenderá los caprichos del corazón.
Las protagonistas de tu relato mucho han debido querer para acordar compartir el amor de Jacinto.
¡Qué poco sabían del sentimiento de Ramón hacia Inés!
Los celos nunca han traido buenas consecuencias.
Y una vez que me has tenido entretenida hasta acabar tu ameno relato, me pregunto ¿Podrá ese naranjo dar un fruto dulce?
Te agradezco el buen rato que he pasado mientras te leía.
Cariños y buena semana.
Kasioles

Carlos Augusto Pereyra Martínez dijo...

El amor es vario y voltario, por ello no extraña este amor de tres. Lo terrible es cuando el amor se malsana como en el caso de Ramón que, lo lleva a matar. Un abrazo. Carlos

Lu dijo...

Otro relato grandioso Maria Rosa.
Tremendo ese final que no se me ocurrió sino hasta haberlo leído.
Comparto la pregunta de Kasioles... ¿Podrá dar frutos dulces?
Abrazo

Hada de las Rosas dijo...

Amor y tragedia, la relacion era turbia y dolorosa y supe que terminaria mal pero no me esperaba ese plot twist de que Ramon tuviera algo que ver, crei que ese amor estaba condenado a la desgracia pero por la mano de alguna de las hermanas.

Excelente historia y poesia en prosa, genial, muy inspirada amiga!

Elda dijo...

Que historia más hermosa y con trágico final.
El amor en muchas ocasiones trae lo mejor y lo peor, según las circunstancias, y en este caso así sucedió.
Preciosa como siempre tu forma de relatar la historia. Lo haces muy ameno e interesante.
Un abrazo María Rosa.

stella dijo...

Una historia mariarosa que me ha mantenido en vilo hasta el final, amor y muerte...¡que tremendo entimiento enloquece a veces a las personas sin respetar ningún concepto, ni lazos de sangre, ni miedo, ni respeto...
Pero te aseguro que es una historia preciosa dentro del drama que relata, me ha gustado mucho
Un abrazo

El Demiurgo de Hurlingham dijo...

Un atípico pero auntético amor.
Arruinado por alguien que no quiso reconocer que había perdido. Hizo algo brutal.
Que pueblo detestable.
Un abrazo.

Vivir y dejar Vivir...Liz dijo...

mariarosa, maravilloso relato, una historia llena de amor truncada por los celos.
Me encanto, escribes precioso.
Abrazos y te dejo un besito mi bella amiga

Mª Jesús Muñoz dijo...

María Rosa, no podía perderme tu relato, toda una novela de amor, donde Elisa, Inés, Ramón y Jacinto sufren este revoloteo de sentimientos, que los prueba y los encubra en medio de un ambiente vigilante, murmurador y hostil...Admirables personajes, que luchan por el amor a pesar de las enredadas circunstancias. Esas hermanas, que superan celos y egoísmos personales, poniendo el amor por encima de todo...Y ese final, donde la venganza impera, ahogando en arrepentimiento a Jacinto...mientras que Elisa e Inés siguen juntas y unidas...Mi felicitación por tu vocación literaria, que se supera constantemente, amiga.
Mi abrazo entrañable y espero que te encuentres mejor.
(No sé si te llegan mis publicaciones, no te recibo desde hace tiempo)

Mª Jesús Muñoz dijo...

Me equivoqué de nombre, el vengador es Ramón, no Jacinto...Mi abrazo siempre, María Rosa.

Maite Sánchez-volarela dijo...

Una historia dramática; un trio amoroso y un asesinato con su remordimiento. Podría sacarse una película de aquí; pero se perderían esos matices delicados y líricos que le pones y le dan tanta belleza. Me ha encantado ese comienzo descriptivo de las mujeres despreciadas por el pueblo; ese sutil avance hacia el amor compartido, inevitable. Sabes ahondar en el drama social tanto como en el individual.
Un fuerte abrazo, y deseándote mucha luz!

El puñal.

        Cada vez que veía a su esposo   afilando el puñal, Carla se estremecía. José lo cuidaba como a una joya. Había pertenecido a d...